“¿Vos no te querés sacar una foto conmigo?”
La intimidad de la entrevista que realicé con el Papa en el Vaticano en mayo de 2015 y que es la mejor manera de recordarlo a horas de su fallecimiento. Francisco se mostró relajado, divertido, cálido y humilde. Y también quedó claro que estaba en todos los detalles: si no fuera por él me hubiera perdido la foto que guardaré con orgullo toda la vida
Por Juan Berretta
La noticia de la muerte del Papa atravesó mi amanecer y me conmocionó. Faltaba poco más de un mes para que se cumplieran 10 años que me había recibió en el Vaticano marcando un antes y después en mi vida personal y profesional. Me dio el privilegio de ser el primer periodista argentino en entrevistarlo, con el agregado de que pertenecía (y pertenezco) a un diario regional en tiempos, además, en los que las redes todavía no tenían tanta protagonismo.
Desde hace varias semanas había empezado a repasar en mi cabeza y también revolviendo mis archivos digitales el antes, el durante y el después de aquella mágica experiencia vaticana. La idea era armar algo para publicar el 20 de mayo, al cumplirse la década de la entrevista. Pero Francisco se fue antes.
De las fotos, de los apuntes garabateados en un cuaderno que me acompañó aquella tarde, de los recuerdos que se volvieron más nítidos y del repaso de la nota que escribí a pocas horas de haber estado cara a cara con él -que es la base y una primera versión de este texto- surgió una detallada reconstrucción de aquellos días. Y que describe a la perfección cómo era Francisco.
Acá comienza el recorrido por aquel inolvidable miércoles 20 de mayo de 2015
-¿Vos no te querés sacar una foto conmigo?
– Uyyy, si, tiene razón Francisco, me había olvidado.
– Bueno, esperá que le aviso al guardia para que la saque. Nos va a convenir sacarla parados allá, contra aquella pared, así no sale la mesa…
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Habían pasado 45 minutos desde que le había estrechado la mano a Jorge Bergoglio en una sencilla sala ubicada sobre el sector izquierdo de la planta baja de la residencia de Santa Marta, estaba terminando de guardar la cámara de fotos cuando se dio ese diálogo. Parece de ciencia ficción, es cierto, pero es una muestra fiel de quién era el Papa. Había tenido un miércoles de súper acción, con la audiencia pública en la Plaza San Pedro durante la mañana, había dedicado una buena porción de su tarde para atender con calidez y confianza a La Voz del Pueblo, a esa altura -las 18 horas ya- todavía le quedaban tres audiencias más, y sin embargo tenía en la cabeza el detalle de que yo no me había sacado la foto con él. Y además se encargó de armar la pequeña producción…
Si no fuera por Francisco me hubiera perdido la foto que guardaré con orgullo toda la vida.
Adrenalina
Si para Francisco aquel 20 de mayo de 2015 había sido de súper acción, para mí fue de recontra súper acción, desbordado de adrenalina. Hacía casi un mes que sabía que a las 17 horas de ese bendito miércoles tenía que presentarme en la puerta de ingreso al Vaticano llamada Santo Oficio para ser recibido por el Papa en Santa Marta. Que el encuentro haya sido pautado en la residencia donde vive y no en una oficina vaticana me había generado más expectativas, y más ansiedad aún.
El otro pequeño detalle que me quitaba la posibilidad de dormir más de cuatro horas por día desde hacía un par de semanas era que yo no sabía las características del encuentro. Hubo un pedido de entrevista, sí, pero en la escueta respuesta no se especificaba el tiempo en que me podría atender ni si sería en soledad o como parte de un contingente.
Mi revuelto mental y mi ansiedad lograron potenciarse (algo que ya a esa altura yo creía imposible) al vivir la pasión que despierta Francisco en el lugar de los hechos. El Vaticano y sus alrededores estaban impregnados de su figura. Y todos los días miles de personas (turistas y contingentes religiosos) rebalsaban la Plaza y la Basílica de San Pedro y las calles aledañas.
A eso se le sumó la experiencia de participar de la audiencia pública y ser testigo de las muestras de admiración y amor que recibía el Santo Padre a cada centímetro que recorría el papamóvil.
Después de la convulsionada mañana decidí ir al hotel a aislarme del mundo. Me costó concretar el objetivo, no porque me hubiera perdido sino porque pasé dos veces por la puerta y no me di cuenta… A esa altura lo único que sabía era que tenía la cabeza arriba de los hombros. Y que a las cinco de tarde iba a ser recibido por el Papa, claro.
La entrada
Cinco minutos antes de las cinco enfrenté al guardia suizo de la puerta del Santo Oficio. Tal como me había imaginado, cuando le dije que tenía una audiencia con el Papa, se río y me contestó que era imposible. Cuando vio que insistí, dejó de sonreír y consultó con otro guardia que estaba en una garita. Volvió, me preguntó el nombre, y cuando escuchó mi respuesta me mandó a que me revisaran los policías que estaban apostados en una combi a unos 20 metros, todavía afuera del Vaticano.
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Después de pasar dos controles más, en los que me trataron con mucha cordialidad, me indicaron cómo llegar a la residencia Santa Marta. Tras caminar otros 200 metros y doblar a la izquierda quedé de frente a la casa de huéspedes donde vivía el Papa. Antes de llegar a la puerta salió un guardia, que con muy buena onda me preguntó: “¿Berretta?”. Le dije que sí y me hizo entrar. Luego me acompañó hasta el lugar donde me recibiría Francisco.
Sin palabras
La sala medía unos tres metros de ancho por seis de largo, apenas tenía seis silloncitos de pana verde, una mesa ratona, un TV 20 pulgadas de la década del 80, esos de tubo, y en tres de las paredes había repartidos cinco cuadros. Estaba iluminada con una coqueta araña, pero no sobraba claridad. Luego de escanear el lugar, me senté sin saber muy bien si debería hacerlo, pero quería sacar la cámara de fotos para medir la luz y no tener problemas técnicos cuando el Papa estuviera conmigo.
Aunque no llegué a probar nada: cuando me incliné para agarrar la cámara me di cuenta que había entrado el Santo Padre. Salté de la silla y sólo pude decirle: “Francisco…”. No recuerdo otra oportunidad así en la que no me salían las palabras. El Papa me extendió la mano y me saludó como si nos conociéramos de toda la vida. “No sé qué decirle, le pido disculpas”, me descargué, porque tal vez le tendría que haber hecho un saludo más solemne. Enseguida me di cuenta no. “Gracias por recibirme”, agregué. “Sentate donde quieras”, me respondió barriendo con protocolos y cuestiones de formalidad.
Nos ubicamos enfrentados y se largó hablar con naturalidad. “Sabés porqué te recibí, por la humildad y la simpleza de la carta que me mandaste. Yo no soy de dar notas, me piden de Estados Unidos, y de otros países… pero no doy. Aunque cuando leí tu carta, escrita tan humildemente, y que eras de una comunidad chica, dije ‘a este muchacho lo voy a recibir’”, comentó.
El hecho de ser un hijo adoptivo de Tres Arroyos influyó también: “Yo tenía familiares en esa zona, de apellido Demedios, pero no recuerdo en que localidad. Si sé que era por Tres Arroyos”.
Yo ya estaba entrando en confianza y empezaba a tranquilizarme, hasta que me dijo: “Tenemos poco menos de una hora, después tengo tres audiencias más”. Otra vez me sacudió, yo que ni siquiera sabía si me iba a recibir solo, ahora el Papa me decía que me dedicaba casi una hora de su tarde…
No puso ningún tipo de condición, aceptó ser fotografiado y antes de arrancar sólo se interesó sobre qué rumbo tomaría la entrevista. Hizo apenas una solicitud: “Lo único que te pido es que me jueges limpio”. Luego empezamos a hacer la nota. Tras un par de minutos me consultó si lo iba a escribir o la grabación saldría al aire. “Solamente escrito”, le respondí. “Mejor, así puedo hablar sin cuidarme tanto”, me dijo. Con el resultado puesto, que la charla no haya sido “en vivo” ni filmada terminó siendo una fortaleza, porque el Papa habló como en una charla de café.
Un rato después, como veía mi desconfianza en el grabador, que yo controlaba a cada rato para comprobar que estuviera funcionando, fue él quien me preguntó: “¿Está bien, está grabando?”.
Calidez y confianza
Se rio con ganas con ciertas preguntas, se extendió lo que creyó necesario en otras, volvió más de una vez sobre el tema de la pobreza -una cuestión central para él-, gesticuló y mostró incomodidad cuando lo quería fotografiar en plena respuesta. Bajaba la vista, como con timidez, pero nunca interfirió en mi trabajo. Hasta me dio el privilegio de escuchar una anécdota de su juventud con la condición de que no la publicara. “Apago el grabador si quiere”, le dije. “No, no, este es un acto de confianza para con vos”, me contestó.
La entrevista luego siguió, se refirió con pasión a su infancia y San Lorenzo y en la mirada se le notaba que hablaba desde lo más profundo. Como cuando recordó lo callejero que era en Buenos Aires, cuando podía ir a una pizzería. Yo ni cuenta me había dado que habían pasado 35 minutos… Francisco miró el reloj y entendí que era su forma respetuosa de decirme que teníamos que ir terminando. “Todavía tengo tres audiencias más”, me confió.
Luego de decirle cuatro veces que era “la última pregunta”, finalmente llegó el cierre. La última frase de la entrevista, como si hubiera habido una edición en tiempo real, fue que quiere que lo recuerden como “un buen tipo”.
Un monumento a la sencillez y humildad.
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Llegó el turno de hacer la foto con la tapa de La Voz del Pueblo en la que le agradecemos el gesto de recibirnos. “¿Me la dejás?”, preguntó en otra muestra de su esencia. También le entregué un libro del Padre Isidoro Broilo escrito por Stella Maris Iturburu de Klocker. Grabó el mensaje a Tres Arroyos y le pedí el último favor: saqué una buena cantidad de rosarios para que los bendijera. Y como en toda la tarde, me ganó de mano: “Yo para vos traje uno para que te lleves”, me dijo antes de darme un rosario del Vaticano. Otra vez me dejó sin palabras…
La despedida
Antes de despedirme -nunca mostró apuro-, me preguntó cuándo me volvía a la Argentina, se interesó por mi viaje a Polonia, hablamos de la ventaja que tiene Europa al contar con vuelos internos baratos… Charlamos como si él no fuera el Papa ni yo un desconocido que había visto por primera vez hacía 45 minutos. Me acompañó hasta la puerta, no me dejó darle paso y me hizo salir primero. Caminó unos metros conmigo por la vereda vaticana, como si estuviera despidiendo a un amigo, hasta el apretón de manos final.
Los guardias me despidieron con mucha amabilidad y como flotando en el aire caminé los 500 metros que me separaban de la salida del Vaticano. Llamé a Agustina para contarle lo que había acabado de pasar, nos volvimos a emocionar como aquel sábado 25 de abril cuando a mi tía -quien tiene relación con muchos Jesuitas- le llegó el mail en el que se confirmaba el encuentro con Francisco. Y sin darme cuenta quedé en medio de la marea de gente que quería visitar la Basílica de San Pedro y compraba fotos y muñecos del Papa. El mismo Papa que me preguntó si no me iba a sacar una foto con él para llevarme de recuerdo. Un tipo extraordinariamente común.
Ese era Francisco.
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Operativo Francisco: mi tía lo hizo
A mediados de febrero de aquel 2015, una vez confirmado el viaje de Alejandro Trybuchowicz a Polonia para reencontrase con sus hermanas, La Voz del Pueblo me propuso acompañarlo. La idea me pareció espectacular y lo compartí, en principio, sólo con los más cercanos. Entre ellos llamé a Buenos Aires y se lo conté a mi tía Celia, la única sobreviviente de mi rama paterna y algo más que una tía. “Ya que estás en Europa podemos intentar que te reciba el Papa”, me sorprendió. Desde siempre ella trabaja codo a codo con los jesuitas y casi dos décadas atrás frecuentaba a Jorge Bergoglio.
Casi sin querer entonces, empezó el “Operativo Francisco”. A simple vista y para todos, una locura total. Menos para mi tía… Un par de días después ya había conseguido el mail de un Jesuita que está entre los colaboradores más cercanos del Papa. El 28 de marzo llegó la respuesta lapidaria, él no tenía ninguna chance de gestionar nada pese a su proximidad. Era una respuesta lógica para cualquiera, incluso para mí, pero no para mi tía. “Tengamos fe, el Papa te va recibir”, insistió. Ya resignado lo que hice fue mandar un fax al Vaticano para tener una entrada para poder participar de la audiencia pública del miércoles 20 de mayo.
Pasaron los días y mi tía llamó y se contactó con cuanto jesuita que podía tener acceso al Papa. Pasaron semanas y decenas de comunicaciones estériles. A esa altura yo ya le había dicho que no se preocupara, que de entrada se había puesto un objetivo demasiado alto y que dejáramos todo ahí. Pero ella siguió hasta que dio en el blanco y consiguió la dirección de correo electrónico indicada.
Entre los dos armamos el texto que enviamos por mail en el que por sobre todo se destacaba la importancia que tendría para un diario regional como La Voz del Pueblo poder brindarle a su comunidad el testimonio directo del Papa. Siete días fueron los que pasaron y llegó la respuesta. Me esperaba el 20 de mayo a las 17 horas en Casa Santa Marta. Más allá del pedido de mi nombre completo y mi documento, no daba mayores precisiones sobre las características del encuentro. Eso fue el sábado 2 de mayo y al margen de mi mujer y unos contados integrantes del diario, la noticia fue mantenida en secreto. No fue por cábala, sino porque en caso de que por algún motivo se terminaba frustrando se iba a dudar de la veracidad de la cita. Y también hubiera tenido lógica esa sospecha, si desde el comienzo para la única que fue una misión posible fue para mi tía.