Los magos de Digiorno
Por Valentina Pereyra
Dice mi mamá que los Reyes Magos son cosa del padre Digiorno. La escuché cuando hablaba con mi abuela. Pero para mí fue diosito que los mandó de vuelta, como cada 6 de enero, para que nos traigan regalos a domicilio. Antes de ir a la plaza a ver la llegada de los Reyes Magos nos sentamos con mi hermana debajo del quinotero del patio de mi abuela. Ella trajo el mate de leche y unos papeles amarillentos que sacó del cajón de la Singer. Las tres nos pusimos alrededor de la mesa de material cubierta de mosaicos de todos colores y entre mate y mate escribimos las cartas con nuestros pedidos.
Mi abuela dijo que teníamos que poner “Queridos reyes magos” y que además de pedir teníamos que contarles cómo nos habíamos portado en el año. Pero no le hice caso y no puse que revisé las carteras de las señoras del Ejército de Salvación que vinieron a casa a tomar el té y a hacer el estudio bíblico de Navidad. Tampoco conté que me comí las pastillas de menta que encontré en uno de esos bolsos. Nadie me vio, así que no me pareció molestar a los Reyes por tan poca cosa.
Queridos Reyes Magos, empecé. Quiero que me traigan la bicicleta Aurorita. Mi abuela leyó mi carta y agregó algo con su letra. Dobló el papel y nos mandó a juntar el pasto y a buscar los zapatos para dejarlos en el fogón de su casa. Vivimos separados por una puerta blanca que une nuestra cocina con el living de mis abuelos y compartimos el patio. Del nuestro lado hay una higuera y del otro, un quinotero que se enreda con los tres hilos que usan de cordel para la ropa. En los canteros que rodean el paredón que da a la casa del vecino florecen los jazmines y el perfume se mezcla con el que viene desde la cocina, aroma a rosca de reyes. Con mi hermana sacamos los yuyos de esos canteros, pero sin tocar la ruda que la abuela plantó en una maceta a la salida de su garaje porque tiene un olor que me hace vomitar. Después buscamos una lata para poner el agua, tuvimos cuidado de no sacar la que la abuela pone abajo del tanque de querosene, por eso nos fuimos a la despensa a ver si ahí encontrábamos algo un poco menos oloroso. Nos distrajimos con una lata con ventana por la que se asomaban un elefante, un chancho, una vaca y varios huevos de colores. La vimos en el estante más alto de la despensa y la bajamos. Después del festín seguimos buscando algo que nos sirviera para poner agua. En el estante más cercano al piso encontramos una lata vacía y la elegimos por el pescado hecho con colores muy brillantes que la decoraba, pero nos espantamos con el olor a sardina que le salía.
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Los gritos de mamá llegaban desde el patio, nos buscaba para mandarnos a bañar, entonces tragamos a dos manos todos los animales que pudimos, nos pusimos varios confites con formas de huevos en los bolsillos, cerramos la caja y la guardamos antes de que la abuela nos descubriese. Teníamos la esperanza de que los camellos no se descompusieran después de tomar agua de esta lata porque si les daba dolor de panza no iban a llegar a todas las casas. La abuela nos llevó al garaje y cerca del portón armó como un altar, puso los zapatos, el pasto que arrancamos con tierra, raíces y todo y agua en la lata que le llevamos.
-Abuela, son tres reyes, medio pijotero lo que les damos para comer
Ella sacudió la mano alejándonos del altar y apoyó una sola carta arriba de las zapatillas rosas de mi hermana y de los zapatos marrones con cordones que me regalaron para el Día del Niño.
-Vayan que tu madre, las va a bañar así llegan a la plaza temprano.
Cruzamos el pasillo que atraviesa el living de mis abuelos, entramos a nuestra cocina y salimos por la puerta que lleva al comedor para las piezas que están en el piso de arriba. Saltamos de dos en dos la escalera y nos metimos al baño sin chistar. Mamá se vistió linda también, pero como refrescó se puso un tapado de piel de nutria que papá le trajo para su aniversario. Cuando estuvimos listas fuimos a invitar a la abuela, pero ella nos dijo que se quedaría a vigilar la llegada de los Magos. ¿Será que los Reyes no son de confiar? Mi papá nos subió al escarabajo, ¡Qué nombre raro para ser un auto! Fuimos por la avenida Belgrano hasta la puerta de la Iglesia Nuestra Señora del Carmen, me gusta cuando mamá dice ese nombre larguísimo. Estacionamos a cinco cuadras, me apretaban los zapatos de charol que me puso mami. Y a mi hermana se le hinchó el empeine porque a ella el charol le revienta, por eso papá la llevó a upa.
En el centro de la plaza San Martín un señor vendía globos y frente a la Iglesia armaron un pesebre, pero todavía no estaba el Niñito Jesús. Mi mamá no me soltaba porque tenía miedo de que me perdiese como cuando fuimos a Mar del Plata y tuvieron que salir a buscarme con los guardavidas. Me entretuve mirando pasar pantalones o piernas desnudas, vestidos floreados, sandalias y tacones. De vez en cuando levantaba la cabeza y distinguía sombreros y pañoletas de misa. Papá dijo que iba a ser difícil alcanzar a los Reyes por la cantidad de gente que había y se enojó porque llegamos tarde para conseguir un buen lugar más cerca de la calle. Le echó la culpa a la abuela que nos distrajo juntando el pasto.
La sirena de los bomberos me asustó tanto que solté la mano de mami para taparme las orejas. Unos policías nos corrieron para atrás y le dijeron a papi que los caballos, no sé por qué no vinieron en camellos, estaban asustados por el griterío y que podían corcovear. ¡Qué linda esa palabra! Pero a papi le pareció fea porque dijo que era peligroso. No supe por qué los Reyes llamaron a la policía si no hubo ladrones y estaba segura de que nadie se había enterado de que robé las pastillas cuando revisé las carteras.
Papá nos alzó a las dos y estiramos las manos para saludar a los Reyes.
-¿Trajiste la cartita? Pregunté.
-Tu abuela se las va a dar. ¿Ella hablaba con los Reyes? Capaz que cuando se recibió de abuela se hizo amiga de los Magos.
Empezó a hacer más frío, las nubes negras llegaban hasta las copas de los árboles y todavía faltaba lo mejor. Iban a tener que salir volando si querían llegar a tiempo a casa. Atrás de la estrella de Belén que ataron a la antena de un auto apareció un caballo blanco con el rey más joven. Un hombre hermoso, alto, con los pelos bien peinados y brillantes, la barba medio rara de un color distinto al de la cabeza; la corona con piedras de colores y una capa verde de terciopelo que alcancé a tocar. Atrás, en otro caballo marrón montaba el rey Negro, mi preferido. Papá hacía equilibrio para sostener a mi hermana arriba de sus hombros y me acercaba para que le diera la mano. La luz de los faros de la calle iluminaron su turbante blanco, la cara re negra y la capa enorme que le tapaba la cola al caballo por si le dan ganas de hacer caca. El último rey llegó en un caballo pintado de blanco y negro, tenía una capa azul y resbalosa, mi mami dijo que era de raso; la corona plateada, la barba y los pelos haciendo juego, era mucho más viejo que los otros y andaba con dolor de espaldas porque iba encorvado para adelante. Los chicos gritaban sus nombres: Melchor, Gaspar, Baltasar; ponían sus cartas adentro de las alforjas que colgaban a cada lado del lomo de los caballos.
-Son re pedigüeños esos nenes, le dije a papi que me recordó lo que escribí en mi carta.
Otros nenes y nenas corrían a caballito de sus padres y seguían a los Reyes alrededor de la plaza. Pasaron por el Palacio de Herodes y se bajaron. Un hombre de túnica blanca, capa roja y corona soltó una risa que me puso los pelos de gallina. Los Reyes movían las manos y se hacían los que hablaban. Después siguieron para la Iglesia y llegaron a tiempo cuando María trajo al Niño en brazos y lo puso arriba del pesebre. José estaba a un costado, los pastores lo rodeaban y los ángeles hicieron una fila dándoles la bienvenida. Una vez adentro se arrodillaron adelante de Jesús, así me dijo mami que se llamaba el bebé, y dejaron varios regalos. Me parecieron paquetes demasiado chicos para un dios, pero claro, ¡él era chiquito, no necesitaba una bici! Unos nenes cantaron villancicos como los que escuchábamos en el tocadiscos y los Reyes saludaron al cura que los acompañaba. ¡No parecían para nada apurados! Aunque yo estaba preocupada porque quería que fueran a casa antes de que la abuela se fuera a dormir sin abrir la puerta.
-Chicos, que Dios los bendiga. Vuelvan a sus casitas y pórtense muy bien. Si fueron buenos seguro les dejaremos unos regalitos, si fueron malos, encontrarán carbón.
Tragué saliva y no miré para arriba así no levantaba la perdiz, de la mano de mamá parecía buena. Leyeron otras cartas, no escuché ninguna como la mía, pero había muchos pedidos de bicicletas y tuve miedo de que no pudieran cargar todas arriba de esos caballos tan flacuchos. El cura bendijo a todos y los Reyes saludaron a dos manos y tiraron muchos besos.
-¿Ya la habrán puesto?
-Antes de volver a casa vamos a dar unas vueltas, tené paciencia.
Papá entró el auto en el garaje de casa, mi hermana y yo corrimos hacia lo de la abuela que estaba parada en su cocina. Nos paró y nos pidió entrar en silencio al fogón por si todavía estaban los Reyes Magos.
-Me da miedo, dijo mi hermana y se quedó atrás mío.
Lo primero que vi fue el pasto desparramado por todo el garaje, ¡qué hambre les había dado el paseo tan largo! La lata de sardinas estaba boca abajo cerca del portón y arriba de los zapatos ¡La Bici!
Corrí para abrazarla y escuché a la abuela: “es para las dos, agregué eso en tu carta, así los reyes no tenían que leer tanto. Pedí una sola bici para vos y tu hermana”. Como lo pensé, esos no eran los verdaderos Reyes, eran los del cura Digirono. ¡Los Magos jamás iban a ratonear una bicicleta!
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