La Intrépida
Por Valentina Pereyra
Debajo de un tinglado, al final de la calle que se estrella contra un médano, la camioneta de Patricia Pinnel está a resguardo del clima. Según las coordenadas, allí debería haber una casa, pero solo hay arena. El Google Maps identifica un punto varios metros más adelante, cuesta arriba, y el cableado de la electricidad conduce de forma inequívoca a una instalación humana. La trepada que lleva a la casa de Patricia empieza en el camino de tierra y sigue atravesando la cima del médano. Los tamariscos acompañan el trayecto y habitan los cúmulos de arena que flanquean una construcción de chapa y madera. Desde el balcón una mujer rubia calzada con botas de lluvia amarillas saluda amistosamente e indica que el camino es por ahí. Al pie de la escalera que conduce a la galería, Patricia recibe a sus visitantes junto a su gato retense Mishu que descansa debajo de los rayos suaves de una mañana otoñal. La enorme sonrisa que invita a pasar trasluce la emoción por mostrar el conjunto de ambientes ensamblados que abren la puerta al disfrute. Por el ventanal principal se cuela la luz que abraza la construcción desde hace varios años y la inmensidad azul turquesa deja al que mira, sin palabras. Las paredes forradas de listones de madera bien pintadas, una mesa de vidrio rodeada de sillones de ratán, cortinas marineras y, un bañista de musculosa y short celestes que mira el horizonte desde un cofre de madera, se suma al festival de colores ocres, pasteles y blancos. El asombro dejó paso a la curiosidad y Patricia, sin rodeos, asegura que no hubiera podido soñarla así de increíble. La casa es tan glamorosa que se viste con muebles cargados de huellas, cuadros y esculturas, adornos que lucen su identidad marítima. No es un parador aunque más de un turista se acercó a pedir el desayuno, tampoco una casa de decoración o de exposición de muebles. En cualquier habitación se refleja el mar, los espejos dispuestos estratégicamente así lo confirman. Patricia circula por su casa y cuenta que una persona puede ver el mar si está frente al ventanal, pero también si está de espaldas, incluso puede hacerlo desde la playa y todo, por los espejos. La Intrépida, su reflejo.

Hace ocho años, durante un carnaval de 2016, Patricia y su amiga se hospedaron en el hotel Cayastá decididas a pasar días de calma lejos de los ruidos ensordecedores de la gran ciudad, cerca del silencio estrepitoso de la playa. Todavía no la había visto. Patricia intercalaba tiempo de lectura, charla con su amiga y caminatas a la orilla del mar entre el hotel y la albufera de Reta. Un festival de salpicadas, pies hundidos, brazos abiertos y palmas hacia el cielo que derrochaba celeste. Una de esas tardes, prestaron especial atención a una construcción a ocho aguas que apareció entre los médanos. Patricia detuvo la brisa con el ala de su sombrero y dejó que el sol se deleitara con su piel mientras sacaba el celular para tomar unas fotos. Apuntó hacia las barcazas que abrochaban el cielo con el horizonte y giró para deleitarse con el paisaje que le regalaban los médanos que abrazaban, a la distancia, a una casa con un cartel de venta colgado en su garganta. Solitaria y tambaleante, la intrépida saludó su paso. ¿Vos no andabas buscando una casa en la playa? Dijo su amiga. Las dos hicieron visera con sus manos tratando de hacer foco en el cartel. Fue amor a primera vista. Pero, faltarían varios kilómetros de caminata para que se encontraran.
Patricia y su amiga, de regreso al hotel, decidieron acercarse a la casa que refractaba un azul chillón contra la arena que empezaba a enfriarse. Las nubes recortaban sombras en el mar y el sol buscaba el poniente. Saltaron al balcón y con ambas manos a los lados de sus ojos apoyaron la nariz en la ventana rectangular que miraba hacia la playa. Recorrieron los tablones que las separaban de un interior camuflado por la sal y la caca de gaviotas. ¡Anoto el número! Dijo Patricia.

Durante la cena las mujeres no dejaron de hablar de aquella casa que acababan de ver en medio de la nada. Patricia fiel a su estilo audaz y pragmático llamó al número de teléfono agendado. Del otro lado, un dueño cansado de arreglos, óxido, herrumbre y otros malestares salinos, fijó un precio y no bajó ni un centavo. Después del saludo cordial y el agradecimiento por la información recibida, Patricia suspiró, tiró la espalda contra el respaldo del sillón de yute, se sirvió otro café y disfrutó del cielo manchado de brillantina. La desilusión no estaría en sus planes.
Patricia recibió ofertas para invertir en Punta del Este y también en Brasil, su hijo Marcos la aconsejó respecto al clima, los días apacibles y los costos, en contraposición, a los vientos de más de cien kilómetros, tormentas eléctricas y la arena que todo roe, típicos de las playas bonaerenses. Patricia escuchó, evaluó, y volvió a pasar varias veces más por esa casa rústica escondida entre cadenas de médanos y repitió en voz baja y a los cuatro vientos lo que aprendió de su padre: lo difícil lo hago enseguida, lo imposible tardo un poquito más. Desde la orilla, enfrentó la casa, levantó la mano, saludó y escuchó su respiración, a todo galope.
La casa, acorralada por médanos ansiosos por ocupar su lugar, un escondite perfecto para hilar sueños. No era suya todavía, pero ya lo era. Patricia tomó distancia, bajó las escaleras y observó la casa, murmuró algo acerca de las expectativas y los resultados obtenidos con perseverancia y la cuota gigante de intrepidez que caracterizaban su vida. Se parecían.
Un hilo invisible unió su casa en el campo cerca de Nicolás Descalzi y esa playa, a la que llamó paradisíaca, que quedaba a siete horas de su hogar en Buenos Aires. La casa de playa estaba cada vez más cerca, el destino la acercaba. El costo era elevado para lo habitual de la zona y los vendedores no estuvieron dispuestos a rebajar ni un solo peso. Patricia tachó las otras opciones, montó la camioneta y llegó a Reta decidida a hacer el negocio. Lo que siguió transformó mucho más que paredes, salas o fachada, lo que siguió le mostró el camino.
En abril del 2016 delineó con firmeza su firma en el contrato de compra y venta; llamó a Severino Sánchez, el ebanista que contrató para la misión, que se convirtió en su constructor; otra Patricia sería su única vecina. Los días vinieron fríos y la obra encaminaba su destino. Unos panes, algo de fiambre, rúcula, tomates, acompañaron las horas invernales apoyados sobre una mesa diminuta de aluminio, típica de bar, único mueble de la casa, mientras los serruchos, clavos, martillo y maderas se acomodaban según el plano establecido. Patricia dibujó su sueño, Severino la interpretó y la llamó intrépida. Patricia bautizó a su casa de playa, a su lugar en el mundo, por más trillada que la frase parezca, con ese mismo adjetivo.

Los vientos de la costa no perdonaron la iniciativa, pusieron en guardia a todos los sentidos y a prueba a La Intrépida recién nacida. Los vendavales azotaron las paredes que temblaron, pero resistieron; la lluvia descubrió agujeros y no hubo baldes que pudieran contener el aguacero. Para finales del invierno, el ritmo que se vivía adentro de la casa durante cada sudestada, se hizo amigo. El chiflete no perdonó y hubo que conseguir más frazadas, más pegamento, más todo. Pisos nuevos cubrieron a los viejos y las ventanas se abrieron para mirar todo el esplendor del paisaje costero. Cincuenta palos de quebracho sostuvieron su mundo, sobre sus espaldas. Mientras la reforma avanzaba, Severino hacía asados al costado de la casa con la rejilla de la cocina apoyada sobre la arena, sobre ellos las estrellas y la luna se miraban en el mar. Colores de la naturaleza que los mejores artistas han querido captar así, al natural. El aroma a asado inundaba aquella serenidad que avizoraba tiempos de vida plena.
Las visitas comenzaron a sucederse, la familia quería saber de qué se trataba. Marcos, su hijo y Roberto, el socio afectivo de Patricia, la apoyaron desde el minuto cero, pero a seiscientos kilómetros era difícil imaginar una casa en medio del desierto. Un viento de más de cien kilómetros por hora recibió a su hermano y cuñada que llegaron por primera vez a La Intrépida para disfrutarla. Fue esa noche, que sin acuerdo previo, terminaron en el medio del living a las tres y media de la madrugada con la certeza de que el techo no aguantaría. El viento amainó, los crujidos cesaron, la luz cobijó a los somnolientos residentes que festejaron la fortaleza de La Intrépida desayunando a su salud.

La casa fue tan coqueta que cambió su look seis veces, las primeras cuatro a cargo de Severino y las otras de la mano de Angel Ferreyra; tan suave que se convirtió en un hogar mullido para el gato retense que aún hoy se arrima a la fogata hasta que el sol le avisa que es hora de levantarse y la arena le recuerda lo feliz que es al revolcarse; más tarde la manta lo vuelve a recibir frente a la salamandra para acurrucarse. Mishu encontró un hogar como los pájaros que anidan desde hace ocho años en el mismo lugar. Para Patricia, esa casa no fue su primera elección, pero hoy es su lugar.
Levantarse cada mañana, desayunar frente a la paleta de colores que lame la arena, motorizó al empeño y no dejó que la intensidad del clima o los contratiempos para traer los materiales desde Buenos Aires o de Tres Arroyos la amedrentaran. Patricia diría que encarar todas las modificaciones de La Intrépida reafirmó el deseo de seguir adelante con el proyecto que presentaba miles de dificultades; aquello que pareció inentendible a la vista de sus amigos y familia, los fortaleció. Se la oyó decir que trabajaron contra viento y marea como los barcos que decoran el alféizar de la ventana del escritorio que despliegan velas para atravesar la tormenta.

De la casa embrujada de los Pinnel al embrujo de La Intrépida; de la primera Ana hasta Ana Patricia, la última; de las maderas desclavadas a la fortaleza. Del cartel de venta al boleto con la firma de la propietaria que compraba el desafío. De la tibieza primaveral a los rayos despiadados, del prodigio natural al trabajo incansable. Del azul marino a la combinación de madera y chapa; de la pasarela circundante al espacio ganado para desayunador; del cuarto vacío a un yacusi que mirará al mar y detrás, una pagoda japonesa con ducha que limpiará la sal y la arena de una larga jornada de playa.
Patricia camina hacia la costa con su familia, detrás La Intrépida la espera, descansan las gaviotas sobre sus barandas, ronronea el gato y se cubre de luz la sala. Patricia apunta detalles en su agenda, escribe historias que se inventa, compra en línea en algún remate, charla con su amiga, sirve una mesa elegante y ensambla los objetos con el aire. Patricia recorre su obra de arte y la nutre con un nuevo cuadro, una vela, una pareja de búhos, ángeles, dos patos bien compadritos, fragatas, espera al viento con respeto y camina hundiéndose en la arena cada mañana. Marta, recorre todas las habitaciones, guardiana de la belleza de la casa y custodia amorosa de Patricia. La Intrépida es un hogar, el lugar elegido por su dueña para ser. Patricia paseó por allí un día de carnaval y le sacó el disfraz a la casa de sus sueños.

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