La huella del General
Por Sergio Manganelli (para La Voz del Pueblo)
Fotos de Martín Manganelli
A “Yuyo”, a “Milagros” y a todos los caballos y mulas que hicieron posible nuestra travesía
Al atravesar esos montes, que le quitaban el sueño a San Martín (1), solo nos quedaba volvernos interiormente enormes, para no ser vencidos por tanta inmensidad. La hilera de veintidós jinetes, mujeres y hombres, de diferentes procedencias, edades y ocupaciones, se movía serpenteando en las cornisas de montaña, bajo ese mismo sol del convento en San Lorenzo, o a ratos, abofeteados por el viento helado de las altas cumbres, que batía en el aire la sonrisa burlona del ingeniero tucumano Alvarez Condarco, mientras copiaba, en su memoria prodigiosa, el croquis de los pasos hacia la libertad del continente. Que no eran tan solo Uspallata y Los Patos -de los que San Martín tenía sobrada información- sino también la Cuesta de Chacabuco, a fin de evitar cualquier posible emboscada.
Cada quien afirmado a su cabalgadura, cada uno apretando las riendas de sus emociones y bajo una bandera esperanzada: llegar hasta Chile y honrar la memoria de aquellos hombres, célebres y anónimos, que junto a sus familias entregaron todo por el sueño de una patria libre, digna e igualitaria, para nosotros y para todos los pueblos de América.
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Nuestra columna, a cargo de Cristian Wetten, guía experimentado de montaña e integrante de Posta Inca, contaba con dos geólogos, Adrián y Rubén; cuatro veterinarias de la UBA -especializadas en equinos- Antonela, Jésica, Mariana y Julia, a las que apodamos cariñosamente “Las chicas superpoderosas”. Héctor, encargado de edificio en Capital Federal. Marisa, nuestra sensei de karate shotokan. María Paz, que con sus valientes 18 años y su experiencia en equitación se sumó a la partida.
Mauro, natural de Achiras, provincia de Córdoba, pero residente en San Luis, la provincia natal de aquél Granadero Baigorria, que en San Lorenzo impide a un maturrango rematar al por entonces Coronel San Martín, quien atrapada su pierna por el caballo, el rostro herido y con un brazo dislocado, poca defensa tenía.
Alberto, comerciante de Tres Arroyos, un buen compañero, de esos que uno siempre disfruta su cercanía, con la nocturna salvedad del ronquido legendario, algo exagerado por las quejas de las carpas vecinas y más que seguro, amplificado por el eco malicioso de Los Andes.
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Los Tres Mosqueteros, Juan Cruz, Rafael y Tomás (un saludo especial al último, quien ya debe haber sido papá nuevamente) gente especializada en producción rural y paisanos afectos a dormir al sereno.
Alicia, nuestra capellana laica a motu proprio, acompañada de Gloria, su amiga y camarada de andanzas, mujeres de campo, con una energía y un empeño admirables.
Mi hijo Martín, el mentor de nuestra estupenda experiencia, fotógrafo a ratos y auxilio frecuente de mi cabalgadura. Se completaba la expedición con Facundo, el joven guía de montaña de Posta Inca, Martín y Roberto, dos estupendos baqueanos locales, más varios arrieros a cargo de José, ocupados de las mulas, cargas y algunos caballos de refresco. Nuestras edades iban desde 17 a 70 años, todos fundidos en aquella amalgama impensada para otros aspectos sociales.
Partimos desde Barreal, en el Depto. de Calingasta, al sudoeste de San Juan, hacia Manantiales, cerca de tres horas en camionetas por ínfimos caminos, donde solo la pericia de quienes conducen asegura la llegada a destino. Para salir desde ese punto, donde San Martín se estableció al iniciar el cruce a Chile y en el cual, nosotros nos reuniríamos con los animales designados para la expedición. Cuentan que allí, el General hizo improvisar un hospital y carpas de campaña, a fin de recuperar a aquellos que habían sufrido afecciones, como el “Soroche” o mal de altura e intoxicación con algunos alimentos, Bajo las prescripciones y la asistencia profesional del médico inglés James Paroissien -ya por esos días “Diego” Paroissien, en razón de haberle sido otorgada carta de ciudadanía, la primera concedida en el Río de la Plata- quien fuera designado Cirujano Jefe del Ejército de Los Andes y al que debemos inestimables servicios. De igual modo que a los Dres. Cosme Argerich, Juan Isidro Zapata, cirujano empírico oriundo de Lima y a un puñado de médicos de la Provincia de Cuyo, en los que El Libertador podía confiar, dado que la mayoría de los profesionales no comulgaban con el movimiento emancipador y algunos eran claros partidarios de los realistas. Los médicos locales que pudo sumar a su causa fueron mayormente de San Juan y Mendoza, ya que San Luis no contaba con galenos ni hospitales. A tal punto que San Martín solicita un médico para San Luis, pero dada la escasez y el agotamiento por las múltiples funciones en los diversos frentes, se designa finalmente al facultativo italiano Valerio Arditi, residente en Buenos Aires, quien se traslada a Cuyo. Paroissien y Zapata -este último afrodescendiente y médico personal de San Martín- constituyeron los pilares sobre los cuales se articuló la asistencia sanitaria del Ejército de Los Andes (2).
En Manantiales conocimos a los héroes de nuestra crónica, los encargados de hacer el esfuerzo supremo de llevarnos hasta el otro lado y traernos felices, exhaustos y enteros.
En la caballeriza aguardaba a cada uno su compañero o compañera de viaje, junto a la recua que transportaría equipos, alimentos y petates. Ya todos montados, emprendimos la marcha hacia Los Hornitos, donde hicimos noche, luego de una breve jornada de cabalgata y aclimatación. Cenamos un locro a la leña, en un rústico comedor dispuesto entre las piedras.
Estábamos en la ruta, sobre los caminos en que hace más de doscientos años se afirmaron otros cascos.
En los senderos que un visionario y estratega sublime trazara en sus mapas desvelados, mientras oprimía su estómago o frotaba sus huesos, para aliviar los dolores de sus úlceras intestinales y sus padecimientos reumáticos, que solo el láudano podía atemperar. Junto a las rocas donde quizás haya arrimado su catre y su manta, para dormir sentado a causa de la disnea. Ante las mismas estrellas, bajo las que, por más de veinte noches, meditó en las desgracias de esta tierra tan joven, rodeado de la flor y nata de nuestra insurrección: “…los ricos y los terratenientes se niegan a luchar, no quieren mandar a sus hijos a la batalla, me dicen que enviarán tres sirvientes por cada hijo para no tener que pagar las multas, dicen que a ellos no les importa seguir siendo colonia. Sus hijos quedan en sus casas gordos y cómodos, un día se sabrá que esta patria fue liberada por los pobres y los hijos de los pobres, nuestros indios y los negros, que ya no volverán a ser esclavos de nadie”. El recodo donde -tal vez- celebró regocijado el esfuerzo gigante de Fray Luis Beltrán y la confianza en sus puentes y armamentos. Al pie de la peña donde pudo haber posado su mate, o su jarro, mientras oteaba el horizonte de nuestra historia.
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Al amanecer levantamos las tiendas, ordenamos las alforjas, colmamos las cantimploras y desayunamos, ansiosos de seguir la marcha rumbo a El Espinacito, al que llegamos luego de varias horas de lenta cabalgata. Es imposible no impresionarse ante ese pico empinado, de unos 4500 metros, en cuyo ascenso los caballos hacen pausas casi verticales para recuperar aire y el descenso se presenta desafiante, por un corredor estrecho, pedregoso, con peligrosas curvas y el vértigo del precipicio.
Las exigencias del terreno obligan a ajustar cinchas, beber agua, acomodar el cuerpo y rogar que nuestro caballo no se niegue por el cansancio.
Es el punto más alto en el viaje de ida, en cuya cima el viento va puliendo el metal de la placa que recuerda la gesta, mientras a un lado el cerro Mercedario corona el sudoeste de San Juan y al sur, en Mendoza, el Aconcagua nos mide con su pico nevado, que se impone mucho más majestuoso que en las ofertas turísticas o las estampas escolares.
Estoy inclinado sobre mi montura, ya pasadas las fotos y el festejo por este atisbo de hazaña. Las cumbres nevadas, el viento feroz y la clara convicción que algo maravilloso debiera encausar el destino de nuestros pueblos -para que no hayan sido inútiles tanta sangre y anhelos- me hacen olvidar por un instante que ahora toca bajar. Las correas ya ajustadas, corregidos los estribos y sujetas las riendas, sofrenando al corazón y picando al coraje con espuelas cansadas.
Quizás en ese instante, O´Higgins, caracolea un bayo en las alturas, ansioso por cobrarse la cuenta de Rancagua.
Estamos descendiendo hacia el Valle de Los Patos, nos toca acampar en las Vegas de Gallardo, donde el agua y la pastura van a ser alivio de los animales y los apenas tres mil metros de altitud facilitarán nuestro descanso. Desmontamos agotados y radiantes. La claridad dura hasta pasadas las nueve de la noche. Los caballos maneados o acollarados sestean a la vera del río y las mulas reposan de las pesadas cargas. En un rato se cena y a reponer las fuerzas. “Mañana ya estamos, resta un último esfuerzo”. Aun cuando nos anticipan que la vuelta serán nueve horas de marcha agotadora.
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Suave resuena en la memoria la música de los negros del Batallón 8, que tímidamente liberan sus sones africanos, el sonoro lamento de su candombe rioplatense, olvidando por ratos el clarín de “A degüello!” y el sombrío batir del tambor de la guerra. Tamborilean sus dedos en las lustrosas culatas, en los cacharros grasientos del almuerzo anterior, alentando sus ritmos en los chifles de asta, donde el agua o el vino diluyen el dolor.
Uno de los tantos que falta en esa ronda es Juan Bautista Cabral, el granadero que libera la pierna apresada de San Martín durante San Lorenzo, correntino nacido en Saladas, hijo de esclavos, padre indígena y madre africana, con dos borbotones en el pecho cae desangrándose. Cuenta la milicada que mientras agonizaba sobre una mesa, en el refectorio del Convento de San Carlos donde se había improvisado un hospital, gritó su última frase en guaraní: “Viva la Patria! Muero contento, por haber batido a los enemigos!” (3).
En su honor es también la música de los dieciséis negros, donados por el hacendado mendocino Rafael Vargas al Ejército de Los Andes, aquellos que en su finca animaban los eventos sociales, quienes ahora acompañan a San Martín en el Regimiento 11 como la banda militar autóctona, con músicos formados y un repertorio nacional, que no solo empujaba a la batalla, sino entibiaba los momentos de victoria y sosiego.
Los mismos que defendieron la bandera, con su escaso armamento, en Talcahuano.
La marcha continúa, en su tránsito lento, espantando los tábanos que hostigan a caballos y jinetes. Sobre los montes se ven guanacos machos disputando las hembras. El agua cruza el llano con su urgencia de vida.
Muy pronto llegaremos al Refugio Sardina, en honor a aquel ingeniero que trepaba a los cerros para medir la nieve y calcular el agua con que contaría la provincia, hasta que en una madrugada de 1953 un alud destruyó su refugio y le quitó la vida. A su memoria se construyó este nuevo reparo, paso obligado de montañistas y aventureros en este tramo de La Cordillera, bautizado con su nombre: Dagoberto Antonio Sardina, quien fuera el jefe de Hidrología y Nivología de la empresa estatal del agua y la energía eléctrica, cerrada luego por el fervor privatista de los ’90. (4).
Almorzamos ligero y sabroso, como cada mediodía. El itinerario no permite mayores distracciones. Cruzamos ríos, bordeamos peñascos, ascendemos y bajamos de forma intermitente. La brisa empuja hacia la desembocadura del valle. Ya se siente el cansancio, alguna contractura, las rodillas imploran balancear los estribos. Beber agua de a sorbos y relajar los hombros. Adivinar la altura del próximo camino. Cuando el sol baje habrá que acantonar, higienizarnos con agua de deshielo y reforzar abrigo.
La noche del valle tiene un cielo impecable.
El alba trae el ruido de los primeros pasos, el chistar del mulero recogiendo las bestias, la relinchada a coro de la esquiva tropilla. El leño que se parte y la lumbre del fogón. Hoy es el día. A calzarse las botas, ajustar las polainas, refrescarnos la boca y ubicar el rincón, donde el café o el mate aviven nuestras almas.
A montar y a buscar nuestra esquirla de gloria.
Cabalgamos callados, examinando las piedras, la osamenta reseca de guanacos y mulas, el paso de la liebre que husmea en la ladera. El potro solitario vadeando el cangrejal. Detrás de esas montañas ya nos espera Chile.
El Brigadier Rafael Maroto y su Regimiento de Talavera, al no poder tomar la cuesta nos espera en el llano, con algo más de dos mil quinientos realistas y buena artillería. San Martín, O’Higgins y Soler darán la batalla clave para recuperar la fe revolucionaria. El destino de Sudamérica se juega en Chacabuco. No es el final, eso está claro, pero es la llave del cerrojo opresor. El rebencazo a la arrogancia de Don Marcó del Pont, que huye despavorido rumbo a Valparaíso, para abordar un barco, que un rato antes zarpó.
San Martín no aceptará el gobierno de Chile que le designa el cabildo abierto de Santiago y propondrá a O’Higgins, quien asume como Director Supremo el 16 de febrero de 1817.
Allí estuvimos todos, abonando el retoño de aquella patria grande, que la soñaron tantos y alguno se olvidó.
Lo demás es historia: llegamos hasta el hito fronterizo, trotecito pechando, aplauso, abrazos, gritos, himno y mucha emoción. Nos aguardaban los bustos de los dos Generales y las placas de metal o loza que recuerdan cada aniversario.
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Flamea una bandera que va de mano en mano, un retazo de pueblo, un guiño esperanzado. Una brizna de memoria que el viento no quitó.
Ahora a pegar la vuelta, rumbo a Rancho de Lata para acampar nuestra última noche y luego a Manantiales por el Paso La Honda y sus horas de marcha.
Poco tiempo después Manuel de Olazabal transcribe en su cuaderno: “Acabamos de ganar completamente la acción. Un pequeño resto huye: nuestra caballería lo persigue hasta concluirlo. La Patria es libre.” (5).
Es el final de la Batalla de Maipú, donde en los Cerrillos del Maipo, el ejército unificado para libertar Chile vence a las tropas del General Mariano Osorio, el hacedor de Rancagua y Cancha Rayada, dos victorias al servicio de la corona española. Maipú ha sido el hito definitivo para la Independencia. San Martín y O’Higgins -con el brazo vendado desde Cancha Rayada- se abrazan en el campo de batalla. Chile ya es libre y ahora resta Perú.
Nosotros vamos llegando al Valle.
Cruzar Los Andes es, para cualquier mortal, una empresa audaz, el estímulo a la superación y esencialmente un logro personal extraordinario. Sin embargo, no está allí lo más sabroso del asunto, sino en la maravilla colectiva alcanzada, para la historia grande y la de cada contingente que emuló esa proeza. Un saludable reencuentro con los orígenes de nuestro país, que aún en sus claroscuros y contradicciones ha sabido brindarle a América lo mejor de su gente.
No ha sido este un viaje de turismo más, ni el mero desafío de una aventura extrema, sino la travesía pensada y desarrollada por un equipo que alienta la rememoración histórica y un perceptivo respeto por la montaña y su entorno.
En lo que a mí concierne, una vivencia inolvidable, la experiencia en el terreno de aquellas cosas alguna vez leídas y especialmente, el recuerdo de haber aceptado este viaje con mi hijo, como germen sustancial del camino recorrido.
Nuestro jirón de historia, nuestra noción de patria.
Qué es la historia, más que aquellos recuerdos que merecen ser evocados.
Y qué es la patria entonces, sino un viaje de amor entre padres e hijos, a través de los tiempos.
1) “Lo que no me deja dormir es, no la oposición que puedan hacerme los enemigos, sino el atravesar estos inmensos montes” (Carta a Tomás Guido, 14 de Junio de 1816)
2) “Los médicos del Ejército de Los Andes –desde el inicio de la Gobernación de Cuyo por el General San Martín hasta la Batalla de Chacabuco”
Profesor Dr. Abel Luis Agüero –Revista de la Asociación Médica Argentina. Vol 131, número 2 de 2018
3) Carta de San Martín a la Asamblea del Año XIII solicitando asistencia económica para los caídos en la Batalla de San Lorenzo, llevada a cabo el 3 de Febrero de 1813 y bautismo de fuego del Regimiento de Granaderos a Caballo.
4) “Dagoberto Sardina, un personaje que debe ser rescatado del olvido”
Diario Huarpe (San Juan, Argentina) 20 de Enero 2020
Por Federico Rodríguez
5) Orden del 5 de Abril de 1818 dictado por el Capitán General en Jefe del Ejército Unido Libertador de Chile, General Don José de San Martín (Batalla de Maipú)
El autor
Sergio Manganelli nació en Haedo, provincia de Buenos Aires, el 28 de febrero de 1967. Reside actualmente en San Antonio de Padua, al oeste del Conurbano bonaerense. Disfruta mucho de las visitas a Claromecó, donde ha descansado en verano en muchas oportunidades.
Sus poemas y artículos han sido publicados en una importante cantidad de diarios argentinos, de México y de España. Asimismo, en revistas culturales y literarias de Argentina, Cuba, Italia, España, México, Estados Unidos, Puerto Rico, Francia, Colombia, Venezuela, Chile, Brasil y Honduras.
Obtuvo una treintena de reconocimientos en nuestro país y el exterior, entre los que se destacan el Premio de Poesía de la Universidad de Cali, Colombia (2011); y el Premio de Poesía Leopoldo Marechal, que otorga el municipio de Morón.