De regreso a casa
Por Valentina Pereyra
En 1982, en medio de las bajas temperaturas y el fragor de la guerra de Malvinas, en un rincón del campamento de Monte Longdon donde el tresarroyense Mario Ielmini se preparaba para los combates que vendrían y le escribió una carta a Patricia, quien por aquellos años era su novia y hoy es su esposa, pero la misiva nunca llegó a destino. Cuarenta y tres años después, se enteró que el escrito era subastado en una cuenta de internet de Londres y la compró. Cómo fue el reencuentro con el sentimiento plasmado en papel y los recuerdos que volvieron a florecer en su corazón
En abril de 1982, en Malvinas, el otoño se abría paso entre el viento, la humedad y las constantes precipitaciones. A las cinco de la tarde la luz solar se volvía sombra. La oscuridad cubriría el cielo los próximos meses de invierno. Oscuridad, olor a pólvora, estallido de motores, explosiones, muerte. Los soldados argentinos del Regimiento 7 de Infantería de La Plata se preparaban para dormir en el campamento del Monte Longdon. La temperatura, por debajo de los 10° C, entumecía los dedos de Mario Ielmini que se desvelaba escribiendo una carta para su novia. Una semana antes, dos cabos del Ejército habían repartido entre los soldados el papel de aerograma verde. Mario empezó a escribir con la frazada sobre sus hombros y la luz de la linterna que le prestó un compañero: “Querida Patri”. Había recibido una carta de su novia unos días antes y todavía no le había contestado. Tenía 20 años, igual que ella. Mario sacudía la mano cada dos o tres minutos para ganar un poco de calor. Apaciguaba el rugido de su panza con los recuerdos familiares. “Extraño los domingos en Tres Arroyos con el mate y las tortas fritas”, escribió mientras se tragaba las lágrimas. El soldado al lado suyo lo codeó para que mirase hacia el campo: nevaba. Esa sí sería una novedad para contarle a su novia. Así que con letra temblorosa y trazo zigzagueante le contó sobre los copos que caían lentos, suaves, como si fueran plumas. Afuera, rugía el viento. Todavía el silencio rodeaba el Monte Longdon. Faltaba un mes para la batalla de Pradera del Ganso. Dos para que Mario apuntara con su mortero hacia el campo enemigo.
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No escribiría muchas más cartas en el papel de aerograma verde o azul; el Ejército argentino y la Marina dejaron de entregarlo entrado el invierno. Las cartas se enviarían en un solo sobre, aunque hubiera más de un destinatario. Mario escribiría en papeles que encontraría tirados en el trayecto de Monte Longdon a Puerto Argentino.
El sueño lo venció y se durmió con el papel y la lapicera en la mano; la linterna rodó por la tierra y la luz titiló por la baja batería. Al amanecer lo despertó una ráfaga de viento helado. Una línea recta de lapicera azul cruzaba varios renglones. La mano dormida de Mario había hecho aquella marca que tendría que corregir si quería mandar la carta lo más legible que pudiera. “Estoy bien, hoy recibí la carta de Tres Arroyos”, leyó en silencio y pudo seguir con el hilo de su relato. Preguntó por Irene, la nena que cuidaba su novia y de la que ella le contaba travesuras; le mandó saludos para su familia. Los soldados a cargo de la cocina los llamaron para tomar el mate cocido. Mario metió en el bolsillo el papel a medio terminar de escribir. No podía perderse el que, tal vez, podría ser su único alimento del día. La temperatura había subido algunos grados y el sol reflejaba su tibieza en la laguna a la que iban a sacar agua para cocinar o tomar. El comandante del Regimiento 7 había hecho un croquis detallado del campo de batalla, de las posiciones para cubrir el territorio y de las tres lagunas que podrían usar para: sacar agua de consumo; para bañarse; para lavar sus bártulos. Mario formaba parte de Compañía C, destinada para el contraataque. Los jefes del Regimiento descubrieron que el croquis que habían elaborado antes de la primera batalla tenía deficiencias. Al hacer el reconocimiento del territorio habían visto que quedaban tres kilómetros sin cubrir. Entonces, el comando C, formado por unos ciento veinte soldados, tuvo un nuevo destino: cubrir la franja de combate en el valle del Monte Longdon.
Después del desayuno, Mario se sentó en una piedra y aprovechó el día para terminar su carta. Ese 27 de abril se la entregó al soldado designado para llevarla al correo que, desde el desembarco argentino, estaba controlado por personal militar nacional. El calor de la taza de lata con el mate cocido le descongeló los dedos y le devolvió las ganas de escribir algo más sentido, menos informativo, más amoroso. Sabía que Patricia lo extrañaba, se lo había dicho en cartas anteriores; quería que ella supiera también lo que él sentía. Dobló el papel, anotó sus datos personales en el frente: “Señorita Patricia B. Roqué. Casilla Correo 166; Tres Arroyos, 7500; Provincia de Buenos Aires” y en el dorso: “Rtte: Soldado clase 62; Mario Ielmini; CIC; RI Mec 7; radio postal 9409; Islas Malvinas”. En el correo, algún empleado selló el aerograma de la Casa de la Moneda: “Islas Malvinas, 28 de abril de 1982; 11 pesos”. Los bolsones con la correspondencia salían para Puerto Argentino y, de ahí, al continente. En Río Gallegos despachaban las cartas para todos los puntos del país en los que hubiera familias de soldados argentinos a la espera de noticias. Todas, menos una.
El 3 de junio, Mario fue al correo. Lo habían encomendado a él para llevar la correspondencia y aprovechó el viaje para enviarle un telegrama a su papá que ese día cumplía años: “Feliz cumpleaños. Estoy bien”, tipeó siguiendo los consejos del empleado del correo: “no escribas mucho porque no te lo mandan”.
Mario guardó en el bolsillo interno de su campera de duvet todas las cartas que recibía de Tres Arroyos. También dos que le habían mandado alumnas de escuelas primarias de Médanos y Púan. No se desprendió de ellas ni siquiera cuando un soldado inglés se las pidió cuando lo subieron prisionero al Canberra. Nada lo hizo desistir de abandonar en las islas aquel tesoro. Las cartas se irían con él. Arrugadas, por haber recorrido un largo camino de Tres Arroyos a Buenos Aires, de ahí en avión a Río Gallegos y a Puerto Argentino; y otros seis kilómetros para llegar a Monte Longdon. Sucias por haberlas leído entre la turba y el aire enrarecido por la pólvora y las explosiones. Resquebrajadas por las noches de relectura a temperatura de congelación. Cerca del corazón las cartas que le traían el olor a tallarines con tuco, al aroma de las plantas del patio de su casa, el perfume de Patricia. Todas, menos una.
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Dos meses después, el 11 de junio, Mario posicionó sobre la turba el mortero que disparó en el frente de batalla en un valle del Monte Longdon. Durante doce horas los soldados argentinos del Regimiento 7 lucharon cuerpo a cuerpo; con artillería terrestre y naval. Dos veces tuvieron que retroceder y la tercera ya no había municiones para el contraataque por lo que los obligaron a replegarse para Puerto Argentino. La primera vez que retrocedieron el comandante les ordenó que dejaran todo. Se fueron con lo puesto: una frazada, el poncho para la lluvia; la bolsa con el plato y cubiertos que casi no usaban; el arma corta. El resto de las pertenencias personales quedaron desperdigadas en el lugar de la batalla. Mario se reencontraría en 2010 con las cápsulas servidas de municiones de combate en su posición en Monte Longdon; el calentador a garrafa que hacía la diferencia entre comer algo caliente o tragar lo poco que tenían congelado; la suela de las zapatillas de lona blanca Flecha que el Ejército había repartido entre los soldados. Mario usaba sus borceguíes, pero algunos compañeros, que tenían pie de trinchera, tuvieron que ponérselas. En distintos lugares del cerro armaron las posiciones. Cavaron pozos en el valle de turba a cincuenta centímetros, más no podían porque brotaba agua; hicieron refugios detrás de las piedras, en la cima.
Mario seguía guardando las cartas familiares en el bolsillo interno de su campera y las acariciaba antes de cargar el mortero. Desde la batalla de Darwin, a finales de mayo, el ejército inglés no les daba tregua. La lucha durante el día no había favorecido a los británicos, así que usaron las tácticas de combate más efectivas. Día y noche bombardearon, sin descanso. El cielo nocturno se cubría de relámpagos que no regalaba la naturaleza. Mario estaba a mil metros del ejército inglés, en un pozo de cincuenta centímetros bajo la turba. Durante la última orden de repliegue, Mario y sus compañeros desarmaron el mortero y caminaron cargando las partes los cuatro kilómetros que los separaban de Puerto Argentino. Pasaron días durmiendo a la intemperie y, el 14 de junio, cuando preparaban el contraataque, un llamado del comandante en jefe le anunció a los soldados que la guerra había terminado. Quedaron en suelo malvinense treinta y seis compañeros del Regimiento 7 caídos en batalla. Quedaron en suelo malvinense los siete mil disparos de artillería que la posición del Regimiento recibió desde mayo a junio de 1982. Mario y sus cartas subieron al Canberra. Lo único que se llevó de Malvinas: las voces preocupadas de padres, amigos, novia y hasta de desconocidos que les contaban historias alejadas de los bombardeos y el hambre. Cargó con él el recuerdo de sus compañeros más compinches que no sobrevivieron y las cartas renegridas, ajadas y desteñidas dentro de sobres con destino a las Islas Malvinas. La película más realista de su vida: explosiones, gritos, destellos y esquirlas, había terminado sobre la tierra sureña. Sobreviviría para toda la vida en su pensamiento y en el de los compañeros veteranos.
Las mínimas historias familiares, los relatos cotidianos, las anécdotas de la época. Las donaciones, las campañas, las notitas envueltas en papeles de chocolate. La escasez, el frío del sur, la bandera flameando en las islas. Cartas, muchas cartas de familiares, amigos; cartas de amor; cartas con respuestas. Todas, menos una.
En agosto de 2025 suena el celular de Mario. Número desconocido. Atiende. Se corta la comunicación. Vuelven a llamar.
¡Hola, Mario! Soy el Chiqui Alonso.
¡Hermano, qué hacés! ¡Tanto tiempo!
Chiqui Alonso formaba parte del Regimiento 7, pero no es del grupo que se junta una vez al mes a compartir un asado en Mar del Plata o que visita el predio de Arana en La Plata. Es de los veteranos que prefirieron digerir el drama en soledad. Sigue, sin embargo, en contacto con sus excompañeros a través de las redes sociales. Fue por ese medio que un amigo suyo especialista en subastas de objetos de la Guerra de Malvinas, lo contactó.
Te anda buscando un tipo que me preguntó si te podía ubicar. Vio que éramos amigos en Facebook.
¿Y, para qué me busca, sabés?
Dice que tiene una foto de una carta tuya que están por subastar en estos días.
La pantalla del celular de Mario se abre en un nuevo WhatsApp de otro número desconocido. En el chat aparece la imagen de un aerograma con sello de las Islas Malvinas; la carta que él le había escrito a su novia desde el campamento de Monte Longdon. Al lado de la foto, la traducción al inglés de las palabras que Mario escribió aquella noche del 27 de abril de 1982 en medio del frío y la incertidumbre. Reconoció su letra. La empresa Principality Auctions, Philatelic Auctioneers de Cordbrige anuncia en su página web el remate de un lote de postales y correspondencia encontrada en Malvinas.
Te paso el link para entrar a la subasta.
¿Cómo fue a parar la carta allá? ¿Me la robaron? ¿No la mandaron? Por lo visto ha quedado en Malvinas porque la fecha dice 28 de abril, no después del bloqueo; tendría que haber llegado.
La carta está abierta. La intimidad de Mario expuesta de par en par sobre un fondo blanco. Palabras que se desnudaban al mejor postor. Coleccionistas ingleses dispuestos a quedarse con los botines de guerra. El reloj de Mario marca la hora: 14.30, faltan treinta minutos para que cierre la subasta. La carta tiene precio: cuatro libras y media. Las apuestas llegan a doce libras y, a poco del cierre, alcanzan su precio máximo. Matías, el hijo de Mario, había hecho su oferta. Suficiente para quedársela. Le avisa al padre que hay diez compradores en fila, todos ingleses.
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Es mi carta, es mía y de tu madre.
Paciencia, pa. Ya va a salir, ya va a volver a casa.
Diez días después suena el timbre de la casa de Mario. El empleado del Correo Argentino pregunta por él y lo hace firmar una planilla que confirma la entrega. Un sobre blanco con varias estampillas del Rey Carlos de Inglaterra. En el frente el destinatario: Mario Ielmini. Al dorso los datos de la empresa que subastó el lote de objetos de la Guerra de Malvinas. Adentro, una carta para Mario: “Si usted es un cliente nuevo, quizás desee añadir su correo electrónico a nuestra base de datos para que reciba notificaciones cuando tengamos más material de eBay a la venta y también cuando nuestras subastas postales regulares de más de 3000 lotes estén disponibles para ver en línea en www.principalityauctions.co.uk. Si también desea recibir nuestros catálogos de subastas impresos tradicionales, por favor, no dude en contactarnos y nos aseguraremos de que tanto su correo electrónico como sus datos postales se añadan a nuestras listas de correo permanentes.”
Patricia, la esposa de Mario, espera en silencio detrás suyo. Gisela y Matías, sus hijos, los acompañan.
¡Sáquen esta foto! Tomá, Patri; te entrego tu carta.
Cuarenta y tres años después Patricia Roqué leyó las novedades en el frente de batalla.