Cien otoños para Inés
El 20 de abril de 1925 nació en Estación Vázquez la hija mayor de la familia González López. Inés llena los pulmones para apagar el fuego de cien velas. El amor por su esposo Daniel y sus sobrinos encienden otro fuego, el de su vida
Por Valentina Pereyra
Fotos de Marianela Hut
Inés González dice que ha vivido mucho. Es la mayor de una familia de diez hermanos que ya no están, es la única que queda. Hoy, 20 de abril, cumple cien años. Pablo Neruda confesó, como ella, que había vivido y así lo testifica el cuadro con la foto del poeta que cuelga en una de las paredes del living de Inés. Las anécdotas no son esquivas a su memoria que está intacta. Los nombres saltan a su boca sin esfuerzo, los lugares de la infancia y los recuerdos. No tiene que pensar demasiado. Sus vivencias están tan presentes como si los años no hubieran pasado.
El 20 de abril de 1925 nació la hija mayor de Antonio González y Francisca López, españoles de nacimiento y, por elección, colonos pobladores de estas pampas. La casa familiar, frente al Club “Partido por el Eje” de la Estación Vázquez, tenía tres habitaciones grandes para las mujeres y una más chica para los varones. La rodeaban los ligustrines. Al fondo un galpón en el que Antonio guardaba un camión Chevrolet viejo y las achuras y facturas de las carneadas. También en ese lugar dormían los crotos o pasajeros que no encontraban dónde pasar la noche. Siempre había un lugar calentito o una sopa para cenar en la casa de los González. Antonio trabajaba en el campo y junto a otros peones plantaron el monte de la estancia “El Mirador”. Francisca se ocupaba de la quinta, los pollos, las gallinas y otros animales. Cocinaba para la familia que año a año sumaba otro miembro. Tanto es así que, cuando creyeron, como dice Inés, que la máquina ya no producía más hijos, apareció el menor y más mimado del que ella fue madrina.
A Inés le encantaba ir a la escuela que en esa época sólo tenía hasta cuarto grado. Tanto quería aprender que al llegar al último año le pidió a su maestra que la deje quedarse. Para eso tuvieron que elevar a inspección un informe donde decía que Inés era distraída y no se portaba muy bien, por eso necesitaba volver a hacer cuarto grado. Inés, hoy, se lamenta por no haber estudiado magisterio, agacha la mirada y se le nubla la vista cuando resignada dice: “Y, qué iba a hacer. No se podía”. Tuvo maestras que venían desde Chaves y una directora que vivía con su papá en el edificio de la escuela. Las tardes de invierno compartían en la cocina el mate cocido como una gran familia. Cuando ya no pudo seguir yendo a la escuela, siguió ayudando a su mamá en la casa.
Inés extrañó cuando se vino a vivir a la ciudad. “Yo sé que acá era mejor, pero me gustaba mi pueblo”. Cuando todavía iba a la escuela le gustaba participar de las fiestas del lugar y lo hacía recitando. Un pianista y poeta, Antonio Goñi, escribía para ella los textos que repetía con gran elocuencia en el Centro Teatral Vázquez al que le decían “CETEVE”. Como era muy estudiosa sus maestras la elegían siempre para tomar parte y, mientras ella recitaba, Goñi la acompañaba tocando el piano. “Una vez hice un monólogo con un coche con un bebé al lado mío, como si fuera una madre. ¡Mira, la vida! Nunca tuve hijos”. Para Daniel, su esposo, el dolor de no ser padres los había unido. Los médicos, en ese entonces, les dijeron que no había razones físicas por la que no pudieran tener hijos, que podía ser la ansiedad y esperaron. Pero nunca llegaron. Al final de sus vidas se hizo callo el dolor y mutó en amor a sus sobrinos. El papá de Daniel le decía que Inés era una alhajita para tenerla en una caja. Fue lo más preciado para su esposo y lo es para todos los que festejan con ella cien años de su vida.
Inés termina esta parte del relato, baja la voz y la vista. Pero sin más comentarios se endereza y empieza a hablar de los bailes, de las mujeres que se ponían vestidos largos y de la orquesta de los hermanos Gáspari, oriunda de Chaves, encargados de amenizar las fiestas. Ella era hincha del Club “Partido por el Eje” que competía con el otro, el Vazquence. “Había familias enteras en el pueblo que eran hinchas de uno o de otro. El que estaba frente a nosotros pertenecía una parte a Chaves y otra a Tres Arroyos” de ahí el nombre. Los días que había partido de fútbol los hermanos y hermanas de Inés sacaban los bancos a la vereda, adelante del ligustro, y miraban para la cancha en primera fila. Pero, si había algún jugador golpeado, lo cruzaban a su casa para que recibiera asistencia de su madre, no sin que Francisca se asustara cada vez que llegaba alguna nariz sangrante.
Cuando las calles no tenían nombre el correo funcionaba en una dependencia de la casa de la familia Tosso; almacenes, boliches y casas rodeaban las manzanas de un pueblo que vibraba gracias a las vías del tren. “Había gente que vivía en el campo como don Julio Arana que tenía dos hijos varones que iban a la escuela con nosotros. Otros chicos estudiaban en el campo porque las maestritas que querían iban a darles clases”. La gente se empezó a ir del pueblo cuando dejó de pasar el ferrocarril, “eso mató mucho a Vázquez y a otros pueblos. Empleados, la gente que iba y venía de un pueblo a otro; las bolsas de avena, cebada, trigo que se guardaban en los galpones hasta que pasara el tren y las cargaban en los vagones. Todo eso se perdió”.
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Entre las familias que emigraron de Vázquez: su prima Dolores González de Bidegain. Las visitas que Inés hizo a su casa marcaron su destino. En aquellos años la fábrica Istilart tenía más de mil empleados, entre ellos Daniel Brajovich, su esposo por más de sesenta años, que pasaban en sus bicicletas por el frente de la casa de la prima de Inés. Un rato antes de que sonara la sirena, señal de que la jornada laboral en la fábrica había terminado, las primas acomodaban sus sillas en el porche de la casa y salían a tomar el fresco y el mate. La muchachada saludaba y ellas respondían. Pero Daniel no pudo sacarse de la cabeza a aquella rubia de bucles que cordialmente movía la cabeza para retribuir su saludo.
En Semana Santa del año 1943, Daniel salió en bicicleta para la Estación Vázquez decidido a pedir la mano de Inés. Unos meses antes había rondado por el pueblo preguntando por ella. La mala suerte hizo que se cruzara con el viejo Basilio, un lugareño que, según piensa Inés, tuvo miedo de que ella también emigrara y, por eso, le dijo a Daniel que Inés tenía novio. Lejos de apesadumbrarse decidió no hacerle caso al viejo y tratar de encontrarla “por las suyas”. Seguro de que Inés estaba libre y lista para recibir su amor, se plantó frente a la casa de los González a pedir la mano de Inés y permiso para visitarla. Un hermano de la futura novia trabajaba en el correo y había advertido cómo aumentaba la frecuencia de la correspondencia entre Inés y Daniel. Entonces viajó a Tres Arroyos para averiguar más sobre la familia Brajovich. Pasaron 82 años de aquella Semana Santa en la que Daniel consiguió la autorización para noviar con Inés y, como sacrificio de agradecimiento, se comió la especialidad de la casa: Torta gallega de bacalao (considerando que hasta el olor le producía arcadas, se puede afirmar que la amaba perdidamente).
El 8 de febrero de 1951, cuando Inés tenía 26 años, firmaron su compromiso de amor ante el escribano Menéndez en el Registro Civil de Sarmiento e Istilart en Tres Arroyos. La fiesta fue al día siguiente en Vázquez en la casa de la novia. Hubo pasteles, empanadas, asado y…peras. El papá de Daniel pensó que no podía llegar con las manos vacías y que no iba a alcanzar la comida para semejante familión, así que contribuyó con la fruta madura que fue muy bien recibida, especialmente cuando empezó a calentar el sol.
Inés, antes de casarse, se dedicaba a cuidar a sus hermanos y a ayudar a su mamá en los quehaceres de la casa. Cuando nació su hermano menor, también fue un poco su mamá. Lo entretenían para que no hiciera caprichos y, con sus hermanas, se cuidaban mucho de que su papá no les dijera “No hagan llorar a ese chico”. Para eso lo ponían a jugar a la lotería y cuando la luz les avisaba (bajaba y subía la intensidad) que estaba por cortarse (a las doce dejaba de funcionar el generador), una de las hermanas de Inés encendía la lámpara de kerosene para que, aunque los padres se acostaran, el menor de la familia pusiera fichas sobre el tablero hasta quedarse dormido. Inés velaba también por él cuando le alcanzaba la silla que su padre había comprado para que el chico se montara a tomar la teta mientras la madre lavaba.
Inés nunca dejó a su madre. Ni siquiera cuando Francisca se enfermó y ella ya estaba casada. La acompañó en la convalecencia durante tres meses en el Hospital Rivadavia de Buenos Aires. Daniel la visitaba de vez en cuando, pero nunca la dejó sola. “No me separé nunca de mi mamá. La trajimos en tren acostada en un banco sobre una frazada para que volviera más cómoda”. Murió a los 66 años por un ataque de presión y su papá, que vivió los últimos años en la casa de Daniel e Inés, a los 91 años.
“Todos los domingos íbamos a comer los tallarines a la casa de mis padres, yo extrañaba mucho, nunca dejé de extrañar esa vida”. Mitigaba la pena junto a su prima Dolores a la que considera una madre y que le enseñó a tejer al crochet. “Con los años me jubilé de tejedora”. Hacía trabajos por encargo, especialmente ajuares, mantitas para recién nacidos y ropa de bebé.
Vivieron en la casa de sus suegros en Pueyrredón 926 hasta que la prima de Inés los convenció de comprarse el terreno que vendían al lado de su casa. De a poco levantaron las paredes de una pieza, el baño y una sala de estar. Con el tiempo harían la cocina y otra habitación, el garaje, un galpón y plantarían flores y árboles. También la glorieta debajo de la que tomaban mate todas las tardes. Inés recuerda que Daniel se lamentaba de no haber alquilado una casita ni bien se casaron o de haberse construido la propia unos años antes. Mientras lo dice pone picardía en sus ojos cuando aclara el tiempo que convivieron con sus suegros.
Inés no se queja de nada, mira fotos y abraza recuerdos, pero sin abandonar la sonrisa. Mira por televisión a Darío Barassi, su conductor preferido de programas de entretenimientos, también Pasapalabra y se apura en responder antes que los participantes. Y lo logra. Y siempre correcta la respuesta, como dice Susana Giménez. Charla sobre temas que surgen en los programas periodísticos o en los noticieros, se preocupa por los niños y los jóvenes y entiende que el mundo en injusto cuando se mete con ellos. Entre sus temas preferidos: Boca “Lo quiero a Cavani”.
Todos los sábados al mediodía tiene cita para almorzar con Carlos Domínguez, el esposo de su sobrina Marcela Brajovich. Despuntan el vicio de la conversación que profundizaron durante la pandemia. Inés vivió seis meses con sus sobrinos. Fue la compañía de Carlos durante las madrugadas en las que él se quedaba trabajando en planos que tenía que entregar. El mate, la computadora y la tía que siempre tenía algo para contarle. “Ahora no puedo hacer mucho y a la tarde no ando demasiado porque tengo miedo de caerme, así que me quedo adentro y escribo cosas sobre lo que escucho y veo en la televisión, escribo pensamientos que me aparecen”. Una foto con el doctor Luciano Matta revela el amor que le tiene y se admira de cómo él se ocupó de Daniel hasta el final: “Me dice que me cuida desde el cielo, y me cuida, es cierto”.
Hoy se festeja. Sobrinos González, sobrinos Brajovich, Daniel siempre en ella. Hoy se festeja porque Inés quiere estar bien y pasar este día redondo, centenario con su familia amada, “hasta que Dios quiera…”
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El festejo de los 100
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