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Múltiples e inextricables son los laberintos que abre la mente, dispersas las emociones al visitar el Museo Ana Frank en el porteño barrio de Belgrano. Son tantas las enseñanzas, tantas las reflexiones. Claramente la experiencia dispara los previsibles fantasmas del encierro, la discriminación, el odio y la guerra (de tan absoluta vigencia) pero también inspira sentimientos de compasión, familia, amor y solidaridad. Ya al trasponer la entrada percibimos la calidez de una joven que nos saluda y agradece; quizá sea para mitigar la crudeza de lo que está por venir.
Basta ver las primeras fotografías y leer los textos que con minucia van desgranando la historia. Primero, la puesta en contexto: la llegada de Hitler al poder y el inicio de la locura; luego, los avatares de la familia Frank conformada por Otto y Edith, y sus hijas Ana y Margot, que de llevar una vida feliz en Alemania abruptamente se verá inmersa en el peor de los infiernos. Deberán exiliarse en Ámsterdam en 1933, advertidos del ascenso del dictador, conscientes de que nada bueno podría traer su racismo ni las acciones que irá tomando (Leyes de Nüremberg, Noche de los cristales rotos, etc.).
Nueve años después, estallada la guerra e invadida Holanda, se verán obligados a buscar un escondite para ocultar su sangre por lo que terminaron reclusos en “la casa de atrás” junto a otros perseguidos. El museo reproduce fielmente la entrada al escondite y su habitación al punto de creer que estamos realmente en la casa original.
En medio de esas sombras, Ana, de carácter jovial y extrovertida, decide evadir su mente y echarse a volar: sueña con ser escritora quizá periodista algún día. Kitty fue el apodo que esa niña en trance adolescente le puso al Diario que entonces comenzó a escribir en holandés y que tituló “Het Achter-huis” (La Casa de Atrás). Había sido el regalo que poco antes recibiera de sus padres para su cumpleaños número trece, en junio de 1942. Imagina en aquella soledad el texto podría acompañarla, ser su amiga, confiarle sus penas y secretos, las escasas alegrías.
El final es conocido: al cabo de dos extenuantes años de cautiverio, en agosto de 1944, alguien los delata (algún soplón antisemita que la historia nunca develó); inmediatamente son capturados y enviados a diferentes centros de exterminio; Ana es conducida a Auschwitz, nada menos, junto a Margot para luego ser reubicadas en Bergen-Belsen; donde mueren de tifus a comienzos de 1945. La misma suerte corre su madre y el resto de los reclusos. El único que de milagro sobrevive es Otto, quien dedicará el resto de su vida a divulgar la obra de Ana, fundará el museo en la “casa de atrás” y morirá a los 91 años.
La tragedia de Ana y su familia resume todo lo bueno y todo lo malo de este mundo. Representa el holocausto del pueblo judío perpetrado por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial, pero también el odio de la intolerancia y la discriminación. La presencia del mal absoluto pero también de la esperanza. De hecho, ésta es una de sus palabras predilectas: “Ahí está lo difícil de estos tiempos: la terrible realidad ataca y aniquila totalmente los ideales, los sueños y las esperanzas… Es un milagro que todavía no haya renunciado a todas mis esperanzas, porque parecen absurdas e irrealizables. Sin embargo, sigo aferrándome a ellas, pese a todo, porque sigo creyendo en la bondad interna de los hombres.”
Al trasponer la entrada del Museo Ana Frank percibimos la calidez de una joven que nos saluda y agradece; quizá sea para mitigar la crudeza de lo que está por venir
Ana se aferra indefectiblemente a la esperanza para no decaer. Lo hace no por un mero instinto de supervivencia sino por una disposición espiritual. ¿Y qué es en definitiva la esperanza sino un estado de ánimo, el remedo para aliviar lo trágico de la vida? La esperanza incluso escatológica será su única certeza: “Quiero seguir viviendo tras mi muerte” escribió. Aún a su corta edad vislumbró que la Parca vendría por ellos, podía olerla, ver su rostro, presentirla ante las horrendas noticias que le llegaban. “Me siento oprimida, terriblemente oprimida por el hecho de no poder salir nunca, y tengo muchísimo miedo de que seamos descubiertos y fusilados”. Su presente era de vida pero también de muerte. Imaginemos los diálogos en esas penumbras.

Otto Heinrich Frank (GETTY IMAGES)
Sin embargo, recluida, la joven se dispuso a soñar en grande, ya no le importó el presente, lo convirtió en porvenir. Precisamente Borges define la esperanza como memoria del porvenir. Parece un buen punto de partida para hacer literatura, como el recuerdo templa la lira. “Si Dios me permite vivir, quiero trabajar por la humanidad”, proclamó. De ahí en más, Ana sería prematuramente mujer, urgida por las circunstancias, decidió ser ella frente al mundo. Sería una escritora comprometida con su tiempo: expresaría el dolor de muchos, disiparía la angustia con el deseo de libertad y las ganas tristes de reír. Lamentablemente, el fanatismo nazi no le permitió concretar su vocación, no al menos, en la forma que hubiera querido.
Al descubrir y leer el diario, Otto se sorprendió del abrupto crecimiento de su hija. Evidentemente ya no era la niña que él había conocido antes del cautiverio. Con orgullo la habrá admirado póstumamente más de lo que lo hizo en vida porque vislumbraba, sí, aun en esa fragilidad, Ana sería prodigio. Decidió entonces consagrar su vida a difundir la de su hija y publicar su obra. El Diario es un alegato contra el odio, la guerra y la discriminación. Alega en favor de la paz, la vida y los sueños. Es como el ave fénix que resucita aun después de muerta. Su voz se alza contra los fundamentalismos. Es también documento histórico, testimonio indubitable del horror.
Mientras caminaba por el museo, y escuchaba al guía, pensé, con esa tendencia que nos impulsa a los reduccionismos: dos textos resumen el oprobio de esa época: Mein Kampf (Mi lucha) y el Diario de Ana Frank. El primero, al que nunca leí y difícilmente lo haga simboliza lo peor de la raza humana. Es la plataforma que usa el tirano para acceder al poder y plasmar su doctrina. Paradójicamente, lo escribió en reclusión. El segundo, en cambio, es un canto de amor imperecedero a la vida y al prójimo, un himno de esperanza. Narra los avatares de una joven judía encerrada en su propia angustia pero es al mismo tiempo la inocencia encarnada en los sueños. Ahora pienso que Ana escribió su Diario para rebatir la malicia de Mein Kampf. Ésa fue su misión al punto de morir despreciada. Pero su heroísmo y la memoria de los millones que representó prevalecen. Vale la pena recordar su legado.
(*) El autor es tresarroyense