En la Feria del Libro de la Biblioteca Sarmiento se desarrolló un amplio programa (archivo)

Opinión

Quinta Mención en el concurso de Cuento Breve

Cuervos de plástico

29|10|22 12:40 hs.

Por Graciela Susana Iriarte (*)


Cuando sonó el teléfono yo estaba leyendo un poema de Cortázar que no conocía. 

Ahora escribo pájaros. 

Era mi abuela, que vive en el mismo caserón en el que vivió desde que se casó y en el que crio a sus siete hijos. 

Se siente sola, no quiere vivir con mamá ni con ninguno de sus otros hijos, ni vender la casa que le queda grande comprar un departamento más cerca de quien quiera, más accesible en ubicación y tamaño ambiente. 

Tiene derecho, pero cuando no se banca la soledad, le vienen los deditos veloces para marcar un número de teléfono y llama. Cuando no encuentra a mamá me llama a mí. Llama para preguntar a qué hora va la novela de las nueve. 

Llama para preguntar si recordamos el nombre de pila de aquella compañera de trabajo de mamá o de algunos de mis tíos que se casó en la Iglesia del Santo Rosario. 

Llama para recordarme que tengo un examen que ya di. Llama. 

Por eso cuando me dijo que fuera urgente porque en la casa había una plaga de palomas invasoras, le cambié el tema. 

Ella me siguió la corriente al principio, pero después empezó a pegar grititos y a decir que además la picoteaban, que por favor fuera a ayudarla. 

Ahora escribo pájaros. 

No los veo venir, no los elijo,

De golpe están ahí, son esto, (…)

Cuando la abuela abrió la puerta, repetí los versos dentro de mí, cambiando pájaros por palomas. Ellas de golpe estaban allí, apilándose en el marco de la puerta, posándose en el pelo blanco de la abuela que me miraba espantada. 

Entré, la abracé y corrimos hacia la cocina. 

Estaban sobre la mesa, sobre las hornallas, sobre el lavarropas. Se oía el pío pío de algunas crías que estarían quién sabe dónde. Y quién sabe cuántas.

Porque las palomas estaban en el dormitorio, anidaban sobre la cómoda, sobre el bidet del baño. Estaban en todas partes. 

Una bandada de palabras posándose una a una en los alambres de la página, chirriando, picoteando, lluvia de alas. 

Aletazos, picotazos y un hedor terrible a excremento de paloma. 

Tan bonitas y dulces que me parecieron siempre. Ahora parecían un ejército cargando contra nuestras humanidades con la ferocidad de Atila.

Saqué a mi abuela de ese escenario tan similar, tan aterrador como la película de Hitchcock. Pero en vivo y en directo. 

Ya en casa, tecito mediante, me aboqué en pensar cómo sacar esa plaga de allí. 

Pensé poco, pero recurrí a internet para que me informara del método más eficaz de sacarnos de encima esa calamidad. 

Probamos de todo: la colocación de unas redes que fueron sólo pérdida de dinero, porque evitaban que entraran palomas nuevas, pero no hacían nada contra el ejército alado que crecía adentro, a medida que los pichones rompían la cáscara. 



Me recomendaron unos radares de ultrasonido que debían espantarlas. Pero no sé si no funcionaban o las palomas eran sordas, porque no se movieron de la casa.

Probamos con lo conocido y por conocer. Nada logró ahuyentarlas. Mi abuela estaba harta de vivir en mi casa. Yo cansada de eso y de dormir en el sillón del living. La situación era desesperante. 

Una tarde, un anuncio extraño en Mercado Libre llamó mi atención. Se vendían seis cuervos de plástico que, según aseguraban, eran infalibles espantando aves molestas de cualquier tipo. 

No lo pensé dos veces. Por la tarde, mi abuela y yo encapuchadas hasta la nariz, como protección, entramos en el palomar siniestro a colocar los cuervos falsos. 

Eran horribles, se notaba a la legua que eran de plástico, pero perdido por perdido cualquier cosa era válida. 

Pusimos dos en el comedor, uno en el baño, otro en la cocina y los restantes en el dormitorio. Era un cálculo aproximado en relación con el tamaño de las habitaciones. 

Le dije a mi abuela que volveríamos en una semana para ver cómo había ido la cosa. 

Yo por mi parte, durante esa semana, a la salida de la facultad, me daba una vueltita por la casa para echarles un vistazo, con ansia contenida.

El primer día no noté ningún cambio. Los cuervos permanecían estáticos y brillosos, como era esperable en cuervos de un plástico bastante trucho. Las palomas, ni estáticas ni brillosas. Estaban tan activas como antes, y tuve que escapar de sus picos y aleteos en picada. 

En mi segunda visita, las palomas se ponían cerca de los cuervos y los miraban con curiosidad.

A la semana, para cuando entramos con la abuela, faltaban dos cuervos. Ni rastro. ¿Podrían volar los cuervos de plástico?

Cerca de los cuervos de la cocina, algunas palomas arrullaban y parecía que los espulgaban en manifestación de afecto.

La afectuosidad de palomas con el esperpento brillante, me hizo sentir incómoda. Preferí volverme a casa, ver alguna película, decirle a la abuela que volveríamos la semana que viene.

Ha pasado un tiempo y estoy esperando a profesionales del Centro de Biología y Genética animal que hoy vendrán a estudiar el caso, llevarse algún ejemplar, en fin, lo que consideren necesario. 

Hace un par de días, cuando hice mi ronda a la salida de la facultad para ver en qué estado seguían las cosas en la casa de mi abuela, tomé la decisión. 

Los cuervos de plástico habían desaparecido. En toda la casa, revoloteaban cuervos blancos que arrullaban y grandes palomas negras que graznaban, en feliz convivencia.

(*) La autora es de la ciudad de Buenos Aires