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Tres Arroyos, VIERNES 29.03.2024
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Rescates tres


 Las clases más humildes vistas por la clase media: un tercio. Los ancianos vistos por un joven (que cree que él y los ancianos son especies distintas): un tercio. Reflexiones policíacas válidas para cualquier lugar del mundo: un tercio. Todo a la coctelera. 

 No es que quiera defender al autor. Era indefendible. Y cada quién verá esto como quiera verlo. Mejor olviden el párrafo anterior, pasen y vean.  


Crimen en el geriátrico 

Ella era una mujer gordita, retacona, pero muy buena. Y, sobre todo, muy dinámica. Con decirle que en los ratos libres dictaba catecismo en el garage de su casa, que había convertido en aula. Iban chicos carenciados, como se dice ahora, y ella les enseñaba que Padre, Hijo y Espíritu Santo eran una misma persona, cosa que los chicos fingían entender -e incluso repetían- para ganarse el premio: un vaso alto así de leche con vainillas, que seguramente no lo tenían en la casa, si es que tenían casa. 
Después el gobierno empezó con eso de la alfabetización, y ella -que era tesorera de la Comisión de Damas- agarró esa onda. Salía con sus “muchachas”, como ella llamaba a sus compañeras de comisión, más jóvenes que ella, sí, pero que no tenían su empuje. El primer paso era detectar el hogar del analfabeto. Una casa modesta puede pertenecer -por decir- a un matrimonio de maestros, o de profesores, y hubiese sido un papelón tocar timbre y pretender alfabetizarlos ¿no es así? Ella no se guiaba porque la casa fuese modesta, tenía un olfato especial. 
 “Aquí”, decía frente a una casa con jardín al frente. “¿Y cómo lo sabe?”, preguntaban las “muchachas”. “Porque el jardín no tiene césped”, contestaba ella. 
 En efecto, el pujante jardincillo tenía plantas cultivadas y desmalezadas a fuerza de tiempo y cuchilla, con canteros de botellas clavadas de punta, pero ni brizna de césped. -Los pobres no siembran césped ¡jamás!- sentenciaba señalando el jardín con el mentón.
El segundo paso era abordar al analfabeto y hacerle ver los beneficios de saber leer y escribir. A nadie le gusta que le digan “a ver usted, so bestia, venga que lo vamos a alfabetizar”. Comenzaron por llamar golpeando las manos, pues los pobres suelen carecer de timbre. 
 -¿Y pa qué quiero eso? -preguntó despectivo el dueño de casa, ataviado con camiseta musculosa y shorts de color indefinido. 
 -Le juego un partido a la conga -replicó ella sorpresivamente, sacando un mazo de naipes nuevecito del bolsillo de su saco de piel y poniéndoselo ante los ojos. Lo arrojó sobre la mesa de la humilde cocina y echó al hombre una mirada desafiante. Pactaron las condiciones: cortar con cinco o menos de cinco, menos diez no hay acomodo, sin comodín.
El hombre comenzó a barajar, y ella sacó del abrigo una birome y un papelito que -como al descuido- puso al alcance de su rival, para que anotara. Las “muchachas” contemplaban atónitas e intrigadas. Recibió ella sus cartas y las ordenó en su mano izquierda, examinándolas y cambiándolas de ubicación. El dueño finalizó el reparto e hizo lo propio. Después de una breve meditación ella descartó un cuatro. El hombre robó del pozo y descartó un rey, que ella levantó descartando un caballo. Las “muchachas” seguían el desarrollo en silencio absoluto. El hombre contempló el caballo y optó por robar nuevamente del pozo. Miró un momento la nueva carta y descartó un tres, que ella recogió ávida, descartando un as: mala señal para su contrincante. Y al turno siguiente ella robó un rey del pozo y cortó con la sota de bastos. Cuatro reyes y pierna de tres. Es decir: menos diez en la primera mano del juego. El dueño de casa bajó un raquítico juego y sumó treinta y cuatro tantos en contra, que anotó en el papel. A ella le anotó cero. Mal comienzo para el anfitrión. 
-¿Por qué me anota cero? Anóteme menos diez- indicó ella con tono seguro. Él la miró sin entender, y balbuceó que “menos diez” en la primera mano equivalía a cero. Y entonces la señora -desde su posición dominadora- le explicó con condescendencia la serie de números racionales, el hombre bajó la cabeza, reconoció que era una bestia y accedió a ser alfabetizado. Ya era un educando. Antes de irse ella tomó el papelito (donde la bestia le había anotado “cero”) pues debía entregarlo al Consejo Escolar, quien a su vez lo elevaba al Ministerio, formándose un expediente. 
  Sin embargo las “muchachas” tuvieron problemas con el método, pues rara vez podían cortar con menos diez en la primera mano, y en las manos posteriores ya todo era inútil, pues los pobres saben restar, y en consecuencia nada se demostraba. Las mujeres se enfrascaban en largas partidas, aceptaban vasos de vino, se les escapaban palabrotas y hasta se supo de una que fue seducida por un robusto pocero en el transcurso de un largo juego. Aquí la señora decidió tomar cartas en el asunto. 
 -Cuando roban del pozo finjan robar una carta, pero roben tres o cuatro. Cuando se descartan lo mismo. Así es más fácil armar juegos- asesoró. 
 Poco después presentó un proyecto que no cuajó: un hogar para hijos de escribanos huérfanos. Tal vez incidiera ser ella viuda de un escribano, no sé. Lo cierto es que los escribanos son gente adinerada y longeva, y sus hijos -ya hombres y mujeres- reciben jugosas herencias, por lo cual el Hogar carecía de sentido. Las Damas decidieron que estaba totalmente arterioesclerótica y la enviaron a un geriátrico, donde la asesinó una vieja paralítica que la sorprendió haciéndole trampas a la canasta. Allí intervine yo, pues se había hallado el cadáver pero no al asesino, que había huido del lugar del crimen. Esa era mi tarea. La única pista era una dentadura postiza -la parte superior- que la víctima aprisionaba en su mano izquierda: señal de que había ofrecido resistencia. Costó sacársela, a causa del rigor-mortis, y en la maniobra cayeron algunas cartas francesas de la manga del batón. Luego comenzaron los interrogatorios: los viejitos contestaban algunas preguntas, 
después les hacía abrir la boca y les probaba la dentadura. Un viejito conservaba aún dos colmillos y algunos molares, otro tenía las manos anquilosadas por el reuma, inservibles, poco se avanzaba en medio de aquel olor a orín que emanaba de las chatas enlozadas y aún de las mismas ropas de los pensionistas. Cuando le tocó el turno a la paralítica reconozco que estuvo a punto de engañarme, pues la dentadura tenía sus años y las encías se le habían contraído. El calce no era perfecto. Como casi todos eran sordos, y no entendían mis preguntas, a esa altura estaba yo totalmente afónico. 
 -Está afónico, comisario -dijo buscando congraciarse. Y tomando una cajita de la mesa de luz me la alcanzó diciendo:
-Tome una pastilla “Doctor Andreu” que le va a hacer bien-. Cuando extendió las manos le puse las esposas. 
 ¿Cómo lo supe? Muy simple. En las pruebas de laboratorio habían hallado papilla de zapallo y restos de pastillas “Doctor Andreu” adheridas a un molar de la dentadura. Al verse esposada su rostro se transformó en una horrible máscara que maldecía e insultaba, e incluso trató de huir. Claro que -por hallarse esposada- sólo podía impulsar una rueda de su silla, y comenzó a girar en una danza macabra, mientras yo -con toda calma- sacaba mi treinta y ocho de la sobaquera. En uno de sus giros pasó cerca de mí y le asesté un culatazo en la nuca, haciéndole caer de bruces al piso, y allí perdió -por segunda vez- la dentadura, que quedó sobre las baldosas. Eran tiempos bravos. En la Federal estaba Meneses, y en la bonaerense el famoso comisario Polo. Había que tener mano firme si uno quería ser policía. Enfundé el revólver y agachándome recogí la dentadura, que guardé en el bolsillo de mi saco.
 -En la cárcel no la vas a necesitar -murmuré para mí. Tres Arroyos, 
Abril de 1989       
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