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El recuerdo que persigue a Macarena

Por Raquel Poblet

Por si no recuerdan, en la entrega pasada conté la última hazaña de mi querido Leopoldo en Cabanillas en compañía de la inefable intendenta. Bueno, en realidad, siempre quiero decir “la penúltima de las hazañas”, porque vendrán más. Ahora voy a referir algo que me contó Aurora. A ella ya la conocen. Estuvo en San Salvador de Bahía, en el relato mío del 31 de diciembre del 2016; en Trenel, un pueblito de La Pampa, en la entrega del 25 de junio del 2017; y en la del 11 de mayo del 2017, en Buenos Aires, en un bar de Villa Crespo charlando conmigo sobre algunos hechos ocurridos en el secundario. 

Esto que tengo ahora es una pequeña historia acontecida en Madrid y que me la contó una tarde en la que deambulábamos por los frondosos parques de Agronomía de Buenos Aires. 
Mi querida Aurora viajaba frecuentemente a la capital española y se quedaba unos varios meses con Gustavo, su novio, y, hasta hoy, su compañero de toda la vida. Habían emprendido un comercio de exportación de artesanías argentinas a España (sí, así como lo oyen). Llevaban de Buenos Aires a la península montones de muñequitos de madera, imanes para la heladera, collares y pulseras bien hippones, anillos, aros. Pero al cabo de unos pocos años, el enérgico Gustavo progresó. Tuvo un socio, y, lo que hacían era organizar exposiciones de los más variados productos venidos de todo el mundo. Esto fue en el año ‘91. En España empezaba la decadencia de Felipe, pero, bueno, no era para tanto. Había alegría y dinero en los bolsillos de la clase media. Quedaban todavía restos de la movida de los ochenta, y, aunque por esos raros ánimos de los pueblos, un alcalde facho había asumido, Madrid seguía siendo una fiesta. Igual que ahora. 
La gran exposición organizada por Gustavo y su socio estaba en el centro comercial La Vaguada, allá por el barrio del Pilar, al norte, paralelo al final de la Castellana. Había stands de artesanías peruanas, de compañías aéreas, de dulce de leche, de almohadas cervicales, de cremas para la piel, de comidas exóticas, de ropa de la India, de chirimbolos de la China y otro tanto de Tailandia. El stand de mi amiga, como dije más arriba, estaba repleto de imanes y de las finas piezas artesanales de Plaza Francia. Ahí pasaba ella días enteros con sus cositas atendiendo al público y charlando con el personal. Auro es muy sociable y amiguera. Charlaba con todo el mundo. Con los peruanos que tenía al lado, con unas chicas dominicanas que vendían unos jabones y esencias aromáticas. Se cuidaban el stand uno al otro cuando iban al baño o a darse un paseo por el centro comercial. A mi amiga la volvían loca unos tartare de atún y unas orejitas de cerdo que vendían en un local, (en esa época no había tanto activismo vegano, perdón) y que compraba a medias para compartir con toda la banda en el almuerzo. Como dije en algunas líneas, las jornadas eran largas pero se charlaba, se comía, se bebía, el público también compartía la onda y compraba bastante. Detrás de la algarabía había un stand (los españoles lo llaman “caseta”) atendido por dos muchachos de traje y una chica. No se entendía qué vendían. A primera vista parecía una agencia de turismo con viajes a Cancún o cosas por el estilo. Con los días, Aurora pudo distinguir que lo que hacían era promoción de hotelería. Es que en el comienzo de esa década empezaron a brotar unos hotelazos con piletas, mucho servicio, amplísimos lobbies, desayunos continentales, paredes y pisos de mármol falso o fragmentos del imperio romano. Tenían alfombras innecesarias, gimnasios, muchas columnas de bronce y todo un simulacro de buen gusto. Ahora que lo narro, me acuerdo de Aurora contándomelo en nuestro deambular por los parques de Agronomía. Nos reímos en un momento y comentamos cómo ahora nos hemos aggiornado a esos paisajes. Ya no nos llaman la atención las columnas de bronce, ni todo ese despliegue. La estética de los noventa hoy nos parece antigua, casi como si fuera parte de la naturaleza. Igual que la precarización laboral… bueno, no es para tanto. La cosa es que Aurora tenía por detrás un stand con unos varones que iban y venían y con una chica que no se integraba mucho a la sociedad de la feria. Auro la miraba a veces y se saludaban con la mano. Era una muchacha joven, de casi treinta, alta, con un pelo negro lacio brilloso que a mi amiga le llamaba la atención. Los ojos le hacían juego. Permanecía sentada la mayor parte del tiempo, pero cuando se paraba se la veía muy esbelta y muy tetona. Los peruanos de al lado decían que los corpiños o sostenes debían ser verdaderos balcones. Auro se rió más de una vez de aquel chiste (en esa época no había tanto activismo feminista, perdón.) Ahora, mientras me lo iba contando, las dos nos reímos pero con un poco de culpa. 

El relato transcurre en 1991. Madrid, pese al inicio de la decadencia de Felipe González, seguía siendo una fiesta. Igual que ahora

Una tarde, casi antes del anochecer, Aurora se animó. Se le acercó con unas raciones de boquerones fritos y de las mencionadas orejitas y empezaron a hablar. Se llamaba Macarena. Enseguida alabó el sabor de los pescaítos, que eran tan buenos como los de su pueblo, Zahara de los Atunes, provincia de Cádiz. Ahora, y desde chica, vivía cerca de la Avenida de Carabanchel y empezó a contar su vida con grandes detalles. Auro, como suele pasarme a mí, se distrajo y empezó a trazarse en la mente el derrotero madrileño, desde la Puerta del sol, por la calle del Tetuán, parando un momentito en la Casa Labra para comerse unas croquetas de bacalao, luego Concepción Arenal, la Plaza Mayor, otro ratito en el Mercado de San Miguel, a seguir hasta la calle del Ave María y deambular por Lavapiés, el barrio preferido de mi amiga, y hasta la Plaza del Cascorro, en La Latina, y de ahí, por la Ronda de Toledo, con el estadio del Alético por ahí cerquita y que en esa época estaba enterito, y, desde ahí derecho, aunque un poco lejos, está la Avenida de Carabanchel. Pido perdón por tanto detalle de calles y comidas. Es que tratándose de Madrid, no me puedo resistir. A Aurora le pasó lo mismo cuando me lo contó, y encima a ella, la voz grave y baja de la andaluza la abstraía más. Pero algo escuchó y registró. Macarena era madre soltera de una nena de ocho años. Vivía, sí, ya dije, en Carabanchel con sus papás jubilados. Tenía que hacerle “la ortodoncia a la niña” y por eso había cogido este trabajo temporario. Pero también quería comprarse otro coche y operar a su madre de cataratas, porque, “a ver, si la seguridad social no me lo cubre, debo pagarlo yo”. Que su vida había sido muy difícil, que mira todo lo que hay que hacer para afrontar esos gastos. Auro pensó en sus compatriotas y lo de Macarena le hizo cosquillas. 

Las jornadas eran largas pero se charlaba, se comía, se bebía, el público también compartía la onda y compraba bastante

Al día siguiente ya eran amigas y la presentó a los peruanos, a las dominicanas, a unos egipcios que vendían lamparitas y campanas. Gustavo se acercó con unos mates y Maca lo probó. Pobre. Igual, no pudieron charlar. Mi amiga tuvo muchas ventas y muchas rondas materas con los otros vendedores. Es que con el agüita de la canilla de la sierra madrileña, nuestra bebida sale exquisita. Es la verdad. En cada sorbo, todos miraban de reojo a la andaluza. Y, como pasa siempre, cuando hay una persona comprando, se acercan todos atrás. Ella le mostraba fotos y unas maquetas a un cliente nuevo y levantaba la cabeza para saludar a Auro y a los demás. La levantaba disimuladamente porque tenía que prestar total atención al señor. Sus dos colegas, uno peladito, casi cuarentón, bien trajeado, y el otro, más indiferente, alto, de pelo canoso larguito; intervenían, pero se ocupaban de la gente. El señor era un hombre trajeado también, pero con un traje verde como pasado de moda, con las solapas anchas que se usaban en los setentas. No muy alto, macizo, de ojos claritos. Tendría unos cuarenta pasados y era un poco pelado. Se quedaron hasta tarde los cuatro. Aurora y los demás cerraron y ellos siguieron. 
El día siguiente fue igual. Mucho trabajo, aunque a Macarena se la vio siempre sentada. Estaba el señor hablando con los otros dos, ella miraba de reojo y hacía de vez en cuando alguna mueca con la cara, mientras Auro y los demás atendían, tomaban mate, se repartían tartares, orejitas y boquerones. Hasta que llegó la noche y cerraron.
Al día siguiente del siguiente, también, todo fue igual, sólo que el señor no fue. A Macarena se la vio siempre sentada haciendo alguna que otra mueca disimulada a Auro y a los compañeros, pero más tensa. Y más quieta.
Al día siguiente del siguiente del siguiente, cerca del mediodía, Aurora pudo verla sola, sin los colegas ni el señor, ni clientes alrededor. Abandonó su stand y se le acercó con unas raciones y unos verdejos y le preguntó. 
– Mira, el señor viene de Pontevedra, con más pasta que un casino. Quiere comprar el complejo entero, este que vendemos. 
Y sacó una carpeta de márquetin grande toda en papel ilustración… Recorrieron las fotos. Era uno de estos hotelazos noventosos que ya conté, con demasiados shows, luces como de un Italpark recargado, con ruido, ruido, ruido, aunque sólo fueran fotos, había ahí un ruido que hasta se veía, todo era opulencia dorada, horterada pantagruélica, cursilería irrespirable, pensó Aurora, estar unos minutos ahí y me aturdo, me encandilo, por favor, déjenme salir a correr por mi llanura pampeana! 
– Es bonito, -continuó Macarena. Está justo en la costa mediterránea, justo entre Valencia y Castellón. 
– ¿Y se lo van a vender?
– Bueno, mira, nosotros sólo vendemos las habitaciones. Pero este hombre ha venido aquí, al puesto a comprarlo todo. Sólo que con una condición. 
– ¿? 
– Que pasara yo una noche con él
– ¡No puede ser!
– Sí, hija. Y mis colegas me han dicho que debía aceptar. Que me darían un pastón de comisión, que no iba a pasarme nada, que si lo miras, es un señor muy decente, que las mujeres de ahora son más listas, que quizá yo, por ser de provincia, tuviera pudores… – a la andaluza se le abrieron los ojos negros, enormes. – Quijosdeputa 
– Si, unos hijoputa. 
                              0-0-0-0 

El barrio del Pilar, donde se encuentra el centro comercial La Vaguada. Tal es el escenario de esta historia

 A partir de ahora es cuando empieza a suceder lo que quiero contar. 
Tres días después, Aurora dejó el stand a cargo de Gustavo y bajó en metro hasta Lavapiés a encontrarse con Macarena. La andaluza se moría por contar lo suyo. Estaba excitada y contrariada. Aurora la vio en una de las mesitas redondas (¡qué hermoso es ese bar!) y pensó en los compañeros de los otros stands. Pensó que ahora vendrían realmente los secretos de su nueva amiga y que deberían guardarse bajo siete llaves. Ni una palabra a nadie. A Gustavo tampoco. 
A la media mañana del otro día, el colega peladito le dio a Macarena un sobre rosa con su nombre completo y una línea que decía “A sus manos”. Lo abrió. Adentro había una tarjeta con el nombre, el teléfono y la dirección. El peladito le hizo una seña autoritaria y amable a la vez, como los jefes que te conminan y la van de amigos. Ella miró inmediatamente al otro, al canoso alto que sólo se limitó a bajar los párpados. Dejó el stand y bajó a un locutorio de Telefónica, uno de la otra cuadra. Discó. No, quiero decir que apretó los botones con fuerza. El hombre la atendió y le dijo: “sí, muchacha, la recojo en su casa. Dígame dónde es.” 
No sabemos qué impulso, qué dictamen. No hubo obligación, ni deber, quizá ambición. En ese instante definió un curso que bien pudo haber sido otro. Aceptó. Volvió al stand, se quedó hasta las seis, saludó a todos. A Aurora le dio dos besos, la abrazó y le dijo: “Luego te cuento”. Y se fue hasta su piso familiar de Carabanchel a bañarse y a arreglarse. 
A las nueve bajó. Se había puesto un vestido azul, ceñido al cuerpo, pero no tanto. Le pasaba a penas las rodillas y tenía un cinturoncito fino de color dorado. El escote era al cuello y el busto le sobresalía, como siempre. Tenía tacos muy altos. Parecía una jirafa sexy de pelo negro. Una jirafa azul. 
El hombre salió del auto admirado y, sin rozarla, le abrió la puerta. También parecía haberse puesto lo mejor. Era otro traje setentoso de un verde más aceitunado. Del auto, Macarena no recordó la marca. Sólo que era de color gris. Fueron a un restorán conocido que es de diferentes carnes y que queda en la calle Bolivia. 
Hablaron de sus infancias y mucho de sus pueblos natales. El hombre se llamaba Jorge Juan, “como la calle”, le dijo a Aurora. Las dos hicieron una mueca de desprecio. 
Al día siguiente Macarena no fue a La Vaguada. Aurora recordó esa ausencia. Es que ese día, por fin, iba a consumarse todo. Macarena hizo lo que anhelaba hacer. Se levantó; llevó a su nena al cole; durmió una siestita de burro; luego guisó para sus padres; hicieron una larga sobremesa; fue a buscar a su nena, fueron juntas a la Plaza de Carabanchel, hizo una cena rápida para todos y a las ocho y media de la tarde la hizo dormir. Se arregló. Los padres no preguntaron. Se puso el mismo vestido. A las diez bajó al portal. 

“Así está el mundo, hija. Algunos nos deslomamos por unas pocas pelas y a otros se les escurren de las manos”

Él también tenía el mismo traje. Y bajó a abrirle la puerta del coche como si fuera a una deidad. Ya se conocían, pero en ese trayecto hablaron poco. Desde Carabanchel ascendió hasta la avenida General Ricardos, penetró el Paseo del Prado y entró en el Hotel Ritz. Ella quedó sin habla. Entraron a un palacio mucho más lujoso que los de sus sueños. Todo el elenco de mozos, botones y huéspedes también le abrieron paso como a una diosa diplomática. Ella se sintió halagada y extraña. Fueron al restorán y eligieron una mesa apartada, íntima. “¿Cómo se limpia todo esto?,- se preguntó Macarena.- Estos cortinados, estos tapizados, estas alfombras. Necesitarán regimientos de asistentas. Y todas andaluzas como mi madre. Y como yo.” Pidieron unos percebes, “ como los de mi pueblo, -dijo él,- que no es exactamente Pontevedra, sino Vilanova de Arousa, está muy cerquita del mar, y unas raciones de boquerones al vinagre, todo de primero, y todo lo que se te antoje, y coge estos pulpitos del Cantábrico, y estas anchoas de Sartoña”. “Y unos pescaítos fritos, -dijo ella,- como en el sur. Y un verdejo de Portugal”. Sin apuro. Yo escribo con apuro, porque Aurora me lo contó así, pero la ocasión llegó cuando tuvo que ser. Él conocía muy bien los laberintos lujosos del hotel. Se desplazaron por los pasillos, y, sin testigos ni ascensoristas, subieron. Él le dio un beso en el cuello y a ella le gustó. Tanto le gustó, que lo besó en la boca y salieron besándose por el corredor, y hasta pararon para franelear en la puerta de la habitación, sin entrar. Estaban en soledad, como si todo el hotel hubiera sido reservado para ellos. Ella lo tocó. Él tenía un toque de sudor y ella lo besó más, le mordió el bigote. Ella era muy alta. También lo apretó con las manos, le apretó la panza, y le tocó la erección y lo agarró. Él abrió una puerta y caminaron como un cuadrúpedo hasta la cama. Algo la distrajo. La habitación era esplendorosa. Muy grande, con un cortinado de terciopelo estilo Luis XV. Y esa cama, tan grande. Nunca había visto algo así, como de reyes. Sin querer se distrajo y miró fijo el tocador rococó. Se vio reflejada en el espejo, muy despeinada y con los ojos muy abiertos. A él también. Miró fijo la mesita. Había una caja roja con forma de corazón, con una rosa más roja en el medio y con un lazo de seda rosa que la atravesaba en diagonal. Volvió la vista hacia él. Se había sacado la corbata y ella lo ayudó con los botones de la camisa, uno por uno. Luego ella se quitó el vestido desde abajo. Tenía un conjunto de bombacha y corpiño azul y le dio a él un beso de lengua largo y redondo bien hasta el fondo, un beso lento y mojado. Se sacó el corpiño y lo besó más, y le besó las orejas y quiso un bombón. Un bombón de chocolate blando por dentro, absolutamente dulce, y su saliva bien chocolatada. Se dio vuelta a abrir la caja. Él la siguió. La abrazó en la cintura, ella soltó el lazo mientras él la besaba. Sacó la tapa, tocó. Tocó papel. Miró. Había billetes de cinco mil pesetas, todos enrollados. Sí, los billetes gris purpúreos con la cara del borbón. Él le dijo en un susurro, “Cógelos. Ponlos en el sostén. Rellénalos con el dinero. Vamos, quiero verlo…” A ella se le subieron al pecho los jugos del cuerpo. Y los de la boca, y se les secaron los del amor. Ella quería un bombón. Tocó las aristas ásperas de los rollos y “la tripa me hizo ruido. Se me movió la tubería. Los percebes, los pescaítos. Se me subieron por el caño como un malón de indios. No los pude parar. Una fuerza descontrolada me los hizo expulsar, se me abrió la boca y el ruido fue como de terremoto. Una inmundicia. Los pulpitos, los mejillones, las anchoas de Sartoña y los panecillos masticados, todo sobre el pecho del señor, de este Jorge Juan de los billetes sin bombones, maldito perverso, le he dejado el pecho tapizado de mi pestilencia indigesta, con un tufillo apestoso. Todavía recuerdo los pelitos chorreando, estaba todo bañado de juguito verde amarillento. Una inmundicia, hija”. 
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En Madrid oscurece muy tarde. Pero la gente se pone muy animada en las últimas horas de la tarde. El bar empezó a llenarse. 
– Ya pasó, Maca. 
– Es que me persigue el recuerdo. No he podido dormir ni comer.
– Pero si estamos con jerez, dale, pidamos algo dulce. ¿Vas a volver al puesto?
– No puedo, es la vergüenza. Oye, ¿hablan mucho de mí? ¿Qué dicen los demás?
– Nada, preguntan por vos y nada más. Tus compañeros, el canoso y el peladito no dan bola. ¿hablaste con ellos?
– Con Fernando, el canoso, sí. Me ha dicho que vendieron el complejo, y que me agradecen. No le he contado lo que a ti. Ese es mejor persona. Al otro, al calvo, pues, que lo tiren a los leones. 
– ¿Y al “Señor”?
– Me ha llamado y ha hablado con mi madre. Que quiere volver a verme. Que me quede con el dinero. Ya ves. Así está el mundo, hija. Algunos nos deslomamos por unas pocas pelas y a otros se les escurren de las manos. 
– ¿Y lo depositaste? 
– ¡Qué va! A los bancos, nada. Lo he puesto todo debajo del colchón.   
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