24|09|23 13:57 hs.
Por Sergio Gaut vel Hartman (*)
Por la manchega llanura cabalgan don Quijote y Sancho Panza. O eso suponen.
—Oye, hermano Sancho. Ya no ladran los perros.
—Es que tanto hemos cabalgado, don Quijote mío, que los perdimos detrás del horizonte.
—Pero ¿tú estás seguro de que cabalgamos? Este paisaje no cambia jamás, parece el fondo de uno de esos dibujos animados del Cartoon Network que ven mis nietos.
—Cabalgamos, cabalgamos, vuestra merced; cabalgamos cuatrocientos años sin detenernos siquiera a beber un poco de vino, aunque sé que no hemos pasado por delante de una sola taberna.
Don Quijote sofrena a Rocinante, hace visera con la mano y otea preocupado la uniforme inmensidad.
—Y alguien limpió la Mancha —dice al cabo de un rato—, porque esta llanura parece recién salida de la tintorería.
—¿No es la Mancha? —se espanta Sancho—. ¿Y entonces dónde estamos, vive Dios?
—Advertid, hermano Sancho, que si tuvieras el natural entendimiento que Dios me ha dado, sabrías que esto es la llanura pampeana.
—¿Estáis seguro de eso? ¡Si ni siquiera advertí cuando cruzamos la mar océano!
—Por cierto que no —asevera Don Quijote poniéndose de nuevo en marcha. Sancho golpea los flancos del asno y trata de ponerse a la par del caballero.
—Ya me lo temía yo —dice jadeando Sancho—. ¿Y entonces quiénes son esos que mis ojos avizoran, bendito sea Dios? —agrega señalando con el dedo hacia adelante—. El horizonte parece cubierto de hormigas.
Razona don Quijote y llega a una positiva conclusión.
—Podrían ser los ranqueles de Yanquetruz o los mapuches de Cuchru Angümün. Los años han hecho mella en mi sesera, querido Sancho. Debí haber investigado en Google antes de partir. Porque también podrían ser los querandíes, los taluhets, los vorogas, los pampas, los apaches o los comanches.
—¿Esta vuestra merced seguro? ¡Cuáles de todos ellos, vive Dios! —exclama aterrado Sancho Panza—. ¡De prisa! ¡Que nos alcanzan! ¡No se detenga, por los clavos de Cristo! —Don Quijote hace caso omiso a las protestas de su escudero, sofrena de nuevo a Rocinante y aguza la vista.
—Ahora estoy seguro. Es una horda de mongoles —dice por fin el manchego—. El que los conduce es el sanguinario Gengis Kan, el azote de Dios. Nuestra cabeza no vale ni un maravedí.
—¿El azote de Dios no es Atila? Perdone, vuestra merced.
—Uno u otro. Donde ellos cabalgan no vuelve a crecer la hierba.
—¡Pardiez! ¡En ese caso estamos fritos en aceite de máquina! ¿Cómo pudimos equivocarnos?
—Es que todas las llanuras se parecen, Sancho —concluye el caballero encogiéndose de hombros filosóficamente.
—¡Negociemos! ¡Hablémosle al kan! ¿Tiene vuestra merced al mongol entre sus contactos de WhatsApp?
—Ay, Sancho, hombre, que más estoy para fugas que para pláticas. ¿De qué quieres que hablemos el mongol y este triste caballero? ¿Acaso acerca de nuestros jamelgos? ¿Quieres ver humillado al pobre Rocinante? ¿Quieres qué compararemos a nuestras mozas y nuestras destrezas amatorias? ¿Quieres que le diga que Dulcinea del Toboso tiene la mejor mano para salar puercos que otra mujer de toda la Mancha y que él me enrostre los encantos de Börte, Khulan, Gunibiesu, Yesui, Yesugen, Chahe y Qiguo? No, mi fiel escudero; busquemos algún otro modo de salir de esta encerrona. Por otra parte —agrega don Quijote invadido por el desasosiego—, la batería de mi smartphone se ha agotado y no puedo hacer siquiera llamadas de emergencia.
—Pues entonces, mi señor, gracias doy al cielo de que mis ojos se conservan listos, tan presto las ocasiones se me ponen por delante.
—Deja las florituras y sé expedito, que los mongoles se acercan. Y a fe mía que con malas intenciones.
—¿Ve, don Quijote mío, ese árbol solitario y al pie del mismo descansando un cristiano?
—¡Lo veo, vive Dios! ¿Quién será el afortunado que tendrá la ocasión de socorrernos?
—Galopemos hacia allí y pidámosle consejo. Debe ser un lugareño.
Favorecidos por un inesperado viento de cola gentilmente suministrado por el autor, resbalan, más que galopan, rocín y asno con sus respectivos jinetes, don Quijote y Sancho Panza, y llegan, con extraño contento, junto al árbol frondoso que obsequia abundante sombra al durmiente.
—Dios le dé salud, y a mí no olvide —dice don Quijote, desmontando de Rocinante. Sancho Panza hace lo propio, pero no de Rocinante, sino de su asno.
El sujeto abre los ojos y los vuelve a cerrar de inmediato sin levantar la cabeza, felizmente protegida por el ala del chambergo.
—Güenas —dice, lacónico.
—¿Y por qué no nos mira, vuestra merced? —se aventura a recriminar Sancho Panza.
—Para conocerlos mejor, amigazos. Solo se ve bien con el corazón, lo esencial es invisible a los ojos. Soy Inodoro Pereyra, para servirles; hijo adoptivo de un tal Roberto Fontanarrosa, dibujante y cuentisto. Tienen que haberlo conocido, es uno que cultivaba hortensias, en Córdoba, allá por el año setenta y dos. Una enorme pérdida, se lo digo yo, que lo conocí bien.
—¿El setenta y dos de qué siglo? —inquiere don Quijote—. Porque nosotros, así como nos ve, hemos recorrido más años que leguas.
—¿Ya se ha inventado el inodoro? —pregunta a su vez sancho Panza, suspicaz—. Hasta aquí yo solo conocía el retrete.
—Touché —dice Inodoro, a pesar de que apenas sospecha el francés. Se incorpora sin apuro y por fin abre los ojos—. ¿En qué puedo servirlos, si andan demandando ayuda? No es que esté apurado por mover las tabas, pero aunque soy tímido para el esjuerzo, no le hago asco a ningún entrevero y más cuando se trata de socorrer a cristianos menesterosos como ustedes.
—Por fortuna —murmura Sancho— este no parece un guerrero del temible Gengis Kan, sino más bien un desertor de la horda sin rumbo.
—He vuelto a errarle a la llanura, fiel y leal escudero —responde don Quijote en el mismo tono de voz—. Este debe ser uno de los gauchos perdidos del Martín Fierro, esos bandidos odiados por el gran actor Jorge Luis Borges.
—¿En qué teatro lo ha visto?
—¡Qué no, hombre, en ningún teatro; lo he visto en la televisión!
—Por favor, no cuchicheen que me dan ganas de volver a dormir la siesta.
—Solo una pregunta y nos retiramos por donde vinimos —promete don Quijote.
—Avanti con los faroles; soy todo orejas.
—Esos que se recortan en el horizonte, ¿son las hordas de feroz Gengis Kan? ¿O solo se trata de una pandilla de pampas en pelotas?
Los pelos de Inodoro se erizan, sus ojos echan llamas y una tropa indisciplinada de serpientes y alacranes abandonan su boca para saturar de furia la apacible tarde pampeana.
—¡¿Llama pampas en pelotas a los bravos del cacique Lloriqueo!? Usted, caballero, habrá vencido a mil adversarios poderosos, molinos de viento, arrieros y ovejas, porque así como ve, sé quién es usted y que sus andanzas han sido narradas en una novelita, pero en mi casa nadie ofende a mis amigos, ya que aunque usted no lo advierta debido a sus cortas entendederas, toda esta extensa llanura es mi hogar y todos los que viven bajo su sol son mis hermanos, incluso los salvajes pampas. ¡A ellos, Mendieta! No dejes escapar tu almuerzo.
Un furioso mastín se materializa de la nada, obligando a don Quijote y a Sancho a montar de apuro y espolear sus cabalgaduras, que parten como flechas.
—Ahora sí que ladran, Sancho —dice don Quijote perdiendo partes de armadura por el camino.
—Nunca cabalgamos tan de prisa —responde el escudero.
—Pero recuérdame que le paguemos los derechos a los verdaderos propietarios de la sentencia.
—¿No fue don Miguel?
—¡No, y ni lo nombres! Es gracias a él que estamos en este aprieto.
(*) La producción obtuvo el 2º puesto en el Concurso de Cuento Breve, edición 2023