18|06|23 17:53 hs.
Por Juan De la Penna (*)
Hace poco más de un mes, uno de los pocos amigos vivos que quedan de papá, me llamó para invitarme a participar de un homenaje que le estaban organizando. Estoy viajando a Rosario para cumplir la palabra empeñada con Ramón. A lo largo de estas semanas hablé varias veces con él. La última vez que lo hicimos, le prometí que iba a estar presente. Viajo con Pablo, un amigo que quiso acompañarme, porque dice que no estoy en condiciones de viajar solo.
-Éramos pocos y parió la abuela -dijo Pablo cuando le conté el motivo de mi viaje-. Va a ser mejor que te acompañe, Joselito.
Pablo es el único que me nombra con ese apodo. Dice que mi acento le recuerda al del cantante español. Exagera. Lo cierto es que viví más de diez años en España y todavía me quedan restos de acento madrileño.
La primera vez que hablé con Ramón, me contó que me conoció de chico y que también me vio cuando fui a visitar a papá a Roma. Yo no lo recuerdo.
Pablo es un compañero del trabajo. Lo único que sabe de papá es que está muerto. Nunca mostró interés por saber algo más.
Papá murió en 1980. La última vez que lo vi con vida fue en un informativo de Antena 3 TV. Después de meses de silencio y años de ausencia, apareció en un noticiero, apuntándole con un lanzamisiles al auto de un ex dictador centroamericano. Yo acababa de cumplir trece y ya vivía en España, adonde me había exiliado con mamá y mi hermano. La imagen en blanco y negro, lo mostraba, con el lanzamisiles al hombro. Luego papá salía del cuadro, porque la cámara hacía foco en el auto impactado por el proyectil.
Me inquietó que aun en esa circunstancia, a papá no se le borró del todo la sonrisa.
-Entre tu ex mujer y los amigos de tu viejo, vas a terminar más loco que una cabra, Joselito -me dijo Pablo cuando insistió en acompañarme. Desde que la española con la que estuve casado regresó a Madrid, estamos disputando la tenencia de un hijo.
Hace más de diez años que regresé al país. Fue una decisión instintiva. Mi madre y mi hermano quedaron en España. Me instalé en Entre Ríos, adonde había viajado con papá cuando yo era muy chico. Viajábamos a visitar a mis abuelos. Mamá logró conservar una foto de uno de esos viajes. Estamos los tres. Mi hermano aún no había nacido. El único que mira la cámara es papá. Yo estoy en sus brazos mirando la nada y mamá le mira la sonrisa.
Esa foto sintetiza la imagen que tengo de él. Un metro noventa y cinco, flaco y bien parecido. Su anatomía, sostenida por unos borceguíes perpetuos, siempre coronada con esa sonrisa. Mamá decía que era lo que más le había gustado de él. Cuando lo decía, no ocultaba su orgullo de haber resultado la elegida entre un verdadero harem de postulantes.
Cuando yo nací, papa ya alternaba sus días entre la militancia y la cárcel. Con su incorporación a la guerrilla pasó a la clandestinidad y dejó de vivir con nosotros. De vez en cuando, aparecía en plena madrugada, nos despertaba para saludarnos y contarnos alguna historia. Luego nos mandaba a dormir para poder pasar un rato a solas con mamá. Cuando nos despertábamos, papá se había marchado.
Los encuentros con él eran intensos y espaciados como los eclipses. Después de su partida volvíamos a nuestra normalidad compartimentada. Mamá no entraba en detalles y nosotros, convenientemente instruidos, no preguntábamos ni contábamos. Eso fue lo que hice con ese tipo que me abordó a la salida de la escuela, para preguntarme si lo había visto a papá. Yo sabía la respuesta correcta: no tengo papá. Al tipo lo volví a ver, dos o tres veces, merodeando nuestra casa. Entonces mamá juntó coraje y lo enfrentó. Lo amenazó con denunciarlo si no dejaba de molestarnos. El tipo no volvió. Mamá decía que lo habían reemplazo por alguien más discreto.
Después de ese incidente, papá ya no volvió a casa. Así se esfumaron las pocas cosas que nos habían permitido merodearle a la normalidad: los abrazos en plena madrugada, el relato abreviado de un cuento después de esos abrazos, y la esperanza, mantenida en silencio, de que un próximo encuentro pudiera repetirse.
Por esos años desarrollé una actitud ambigua. Lo admiraba tanto como le reprochaba casi todo. La orfandad de mi hermano, que yo consideraba más grave que la mía, y la soledad en que se había sumergido mi madre.
Cuando el Partido lo destinó al frente rural, se convirtió en uno de los tipos más buscados del país. En ese contexto mamá nos anunció su separación. Al día siguiente dijo que nos íbamos del país. Como era hija de españoles, consiguió visa con bastante rapidez. Luego vendió todas las cosas de la casa para comprar los pasajes.
No puedo evitar comparar esa separación con la mía. La de mis padres fue precipitada, pero al menos estuvo exenta de disputas.
Durante años sentí que lo habíamos abandonado a su suerte. De poco me servían los argumentos de mamá, tratado de convencerme de que era lo más conveniente, que así papá podía ocuparse de sus cosas, sin necesidad de estar pendiente de nuestra seguridad.
- ¿Cuándo fue la última vez que viste a tu viejo? - pregunta Pablo, mientras mira al costado de la ruta desde su ventanilla.
Estamos a mitad de camino y acaba de despertarse.
-Fui a visitarlo a Roma -contesto.
Tengo muy vivo el recuerdo de ese viaje. Hacía más de cinco años que no nos veíamos. Papá organizó todo para que dispusiéramos de tiempo suficiente para estar solos. Un amigo italiano le había prestado una “mansión” en Fiumicino, y allá fuimos, pleno invierno romano, a disfrutar del encanto de un caserío viejo y desierto frente al Mediterráneo.
Fue durante ese encuentro que conocí el motivo de su separación. Nunca había entendido la forma repentina en que mamá decidió dejarlo.
Papá me contó que bajó del monte a Buenos Aires para un congreso.
-Por cuestiones de seguridad, me alojaron en una casa de simpatizantes del partido –explicó. -Adriana estaba sola, porque el marido era viajante. Después de la cena me preguntó si quería ver televisión. Dije que prefería acostarme. Le pedí algo para leer antes de dormir. Adriana estudiaba Letras. Estaba leyendo a Sylvia Plath. Nos pusimos a hablar de poesía. Fue la primera vez en años que me olvidé de todo. Adriana me propuso que durmiera en su cama, porque yo era demasiado alto para dormir en el sofá y no tenía otra cama disponible. Le dije que estábamos tentando al diablo. Lo demás se precipitó, como se precipitan las cosas menos esperadas. Pasé la mejor noche en mucho tiempo -redondeó papá.
Recuerdo que en ese momento sentí pudor por lo que me contaba. Tal vez un poco de rencor. Sentía que había sido capaz de permitirse todo, mientras nosotros estábamos expuestos a tanta incertidumbre.
Papá redondeó la historia, diciendo que la ética revolucionaria les jugó una mala pasada. Adriana le contó todo a su marido, el marido se quejó al partido y el partido le hizo un juicio disciplinario. Dijo que no pudieron degradarlo, porque la situación en el monte no permitía su reemplazo en ese momento, pero que él, emulando el gesto de Adriana, le contó todo a mamá.
La verdad ayuda a entender, pero no siempre alivia.
Después me invitó a caminar por Fiumicino. La costanera estaba desierta. En un momento llegamos a una especie de mirador, con una explanada donde los automovilistas pueden estacionar. Acá lo mataron a Pasolini, dijo. Pasolini, repetí mecánicamente. Le pregunté si era un compañero suyo. Era poeta, dijo. Poeta y director de cine, aclaró. Mientras volvíamos a Roma, terminó de explicarme quién era Pasolini. Para bien o para mal, papá siempre daba una explicación. Antes de tomar el vuelo a Madrid, me regaló un libro de poemas de Pasolini. Todavía lo conservo, aunque nunca pude leerlo, porque no hablo italiano. Lo guardo como un amuleto.
Estamos llegando a Rosario. Confieso que no termino de entender del todo este homenaje. Siento que el engranaje de mi memoria no encaja en el reloj de los compañeros de Ramón. Me pregunto qué parte de mí le da sentido a esta tragedia y qué parte todavía se resiste. Hace años que intento armar este rompecabezas. La historia de papá la fui completando con recortes de diarios y relatos de sus compañeros. Pero siempre faltaba otra pieza. Papá fue herido de gravedad por un custodio del ex dictador y murió sin que sus compañeros pudieran auxiliarlo. Creo que a esta altura la última pieza que falta es la que revela el destino de su cuerpo.
Acabo de contarle a Pablo la historia de papá con Adriana. Es la primera vez que cuento esta historia.
- Joselito -dice Pablo.
- ¿Qué pasa? -pregunto.
- ¿Un metro noventaicinco?
Digo sí con un movimiento de cabeza.
- ¿Buena pinta? -dice.
Vuelvo a decir sí.
- ¿Delgado?
Sigo afirmando.
- ¿Sonrisa seductora?
- Sí.
- ¿Guerrillero famoso?
- Encarnación del hombre nuevo -contesto.
- ¿Marido ausente?
- Viajante de comercio -explico.
- ¿Más de tres meses en el monte?
- Algo así -digo.
- ¿Adriana se llamaba la piba?
Digo sí moviendo la cabeza.
-¿Tenía ganas de colaborar con el partido?
-Por eso prestaba su casa -digo.
Pablo hace silencio. Luego vuelve a la carga. Estamos subiendo al puente Victoria-Rosario.
-¿Cómo le dijo ese amigo a tu viejo, cuando salieron del juicio que le hicieron?
El amigo, al que se refiere Pablo, es Ramón. Lo acompañó a papá en el juicio disciplinario.
-¿Por qué me hacés repetir lo que te conté hace cinco minutos? –le pregunto.
-No importa, vos seguime –dice Pablo.
-¿Por qué le dijo el amigo a tu viejo que no se preocupara?
-Porque según él, ni el marido de Adriana ni ninguno de los miembros del jurado, se hubieran comportado distinto en la misma situación.
- ¡Ahí tenés! -dice.
En una de las charlas que tuvimos, Ramón me contó que intentó tranquilizar a papá, argumentando que si el marido de Adriana hubiera tenido oportunidad de pasar una noche con Marilyn, el tipo no la hubiera dejado pasar. Que Adriana había hecho eso con él.
-Creo que es lo único en lo que coincido con tu viejo -dice Pablo-. ¿Vos te hubieras privado de pasar una noche con Marilyn? -me pregunta.
Ahora soy yo el que hace silencio. Pablo vuelve a la carga.
-Silvia Pla -dice risueño
-Sylvia Plath -lo corrijo.
-¿Quién era esa Silvia? -pregunta.
-Una escritora –digo.
-¿Tu viejo la conoció?
- Era yanqui –digo-. Además, cuando Adriana le leyó el poema, ya se había suicidado.
-¿Se pegó un tiro? -pregunta.
-Metió la cabeza en el horno y abrió la llave del gas -contesto.
Mientras bajamos del puente, le pido a Pablo que me ayude a buscar la dirección.
-Seguí por esta avenida hasta el próximo semáforo –dice, consultando el GPS.
Cuando llegamos al semáforo, Pablo me indica que gire a la izquierda.
-¿Cuánto hace que te separaste de la Niña Pastori? -pregunta. Pablo es muy creativo para poner apodos.
-Seis meses -digo.
-¿Cuánto hace que no la ponés? - pregunta.
No le contesto
-Estás igual que tu viejo en el monte –dice-. Llevás muchos meses sin ponerla.
Sigo sin contestar.
-Aprovechá el homenaje. Pará la oreja –dice-. En una de esas encontrás alguna compañera dispuesta a recitarte algún poema de la Pla.
Esta vez no lo corrijo.
–Llegamos -digo.
-Te va a venir bien, así te relajás. Tenés que cortar con tanto rollo. Si no, un día te van a venir ganas de meter la cabeza en el horno.
Mientras estaciono, lo reconozco a Ramón que me espera en la puerta.
(*) El autor participa del taller de escritura creativa de ADATA (Asociación de abogados de Tres Arroyos) coordinado por la profesora Sandra Staniscia