21|05|23 13:55 hs.
Por Emanuel Fredes
¿Cómo comienzo una crónica en la que voy a relatar uno de los mejores shows que presencié en mi vida? ¿Cómo expresar con palabras lo que sentí el sábado 13 de mayo en Vélez? Es difícil a veces caer en que uno estuvo en el momento y el lugar preciso.
La historia del show de Divididos en Vélez es un poco mi historia. Pido disculpas de antemano por ser autoreferencial pero me es inevitable. Porque mi historia está ligada –casi con sangre- a este power trío.
Todo comenzó cuando tenía unos 12 años. Un CD con temas de rock nacional cayó en mis manos. De pronto, un hi-hat comenzó a sonar en el radiograbador, era el anuncio de lo que iba a venir: “El 38” gritó una voz rota desde los parlantes. Todavía me acuerdo y me dan escalofríos. Divididos apareció en mi vida y no se fue nunca más. Aquella banda me hizo conocer gente, me hizo querer ser Mollo –perdonenmé, jamás le até ni un cordón-, me hizo aprender a cantar y tantas cosas más…
A Divididos lo empecé a seguir y vaya si fui a shows: los vi acá (en un Costa Sud a un cuarto de capacidad), en Necochea (en un show memorable con Luis Alberto Spinetta), en Monte Hermoso, en La Plata, en La Trastienda, en el Teatro de Flores… Pero uno crece y las responsabilidades a veces lo acorralan y le permiten moverse por ciertos casilleros cual pieza de ajedrez.
El año pasado la Aplanadora anunció su show en Vélez por los 35 años. ¿Cómo no iba a volver a vibrar con esas canciones con las que crecí? Lo que no imaginaba era que iba presenciar un show histórico, a la altura de las Bandas Eternas del Flaco, del Subacuático de Charly o de la vuelta de Soda…
Preludio
A Vélez fui con amigos. La previa ya se vivía como una fiesta. Buenos Aires, siempre tan furiosa, nos recibía con un tránsito imposible. A pesar de ello, la llegada a Liniers fue bastante tranquila. Estacionamos y emprendimos camino a la cancha. El trayecto fue uniendo a las miles de almas que gritamos al unísono que ‘ayer no es hoy, que hoy es hoy’.
Tras algunas paradas obligadas entramos al José Amalfitani que nos esperaba con las luces encendidas, como si de brazos abiertos se tratara. En el ingreso, la Fundación Sí nos daba la bienvenida, lo mismo que varios puestos situados en la parte externa del estadio juntando firmas para distintas movidas sociales.

Lleno total. 45 mil almas colmaron Vélez para acompañar a la Aplanadora del Rock
Adentro, videos en loop contaban las propuestas antes mencionadas. La ansiedad y la expectativa se hacían uno mientras el estadio se iba llenando. “¿Vos viste lo que son las pantallas?” decíamos y mirábamos fascinados el escenario. Nos acomodamos derecho a Mollo –una costumbre que me quedó de mis años mozos- y comenzamos a esperar la hora del show. 20, 20.15, 20.30, 20.45… “Faltan 15” decíamos. “Faltan 10”. Y se hicieron las 21 y de Divididos, ni noticias.
El show

En acción. El power trío mostró su vigencia y su poder
Pasó bastante más de las 21. La ansiedad fue mermando. “¿Y loco, cuándo salen?”. De repente, cuando se acercaban las 22, las pantallas dejaron de repetir sus videos en loop. Los asistentes abandonaron el escenario (tras un sinnúmero de pasadas y de trabajos sobre el mismo) y el entusiasmo creció.
Con las luces aún encendidas, la gran pantalla que ocupaba todo el ancho del escenario se encendió con un paisaje campestre. Un hombre, solitario, se aproximó, se sentó en el centro –de espaldas al público- y se quedó observando el paisaje por ¡6 minutos! Cuando se paró, Vélez se apagó. Caminó hacia un lateral, se subió a una Aplanadora pintada con símbolos de la banda, puso la radio y comenzó a andar. De repente, la máquina comenzó a “golpear” la pantalla en repetidas ocasiones hasta estrellarse y lograr una explosión que se sintetizó en el riff de ‘Paisano de Hurlingham’. Y agarrate porque lo que se vino fue una seguidilla de pogos que descolocó a más de uno.
Sin descanso se sucedieron “Sábado” –con un guiño a Queen en la intro-, “El 38”, “Cuadros Colgados”, “Haciendo cosas raras” y “La ñapi de mamá”. Mini descanso para tomar aire y volvemos a los saltos. “Tanto anteojo”, respiro y emoción: “Los sueños y las guerras” y “Gargara larga”, canción que siempre nos hace pensar que “no sé si le temo a la muerte o a la soledad”.
“Esa vida que soñamos está adentro nuestro” dijo Mollo antes de lanzar el delay de “Vida de topos”. Yo ya estaba extasiado. Sabía que el show duraría tres horas –como siempre- y quería “regular” pero el riff de “Cabalgata deportiva” no hizo más que motivarnos más.
Mientras la música nos sacudía y los graves nos hacían vibrar los pies, las pantallas desplegaban gráficas que no podíamos creer. La banda, haciendo alarde de su apodo, no paraba de aplanarnos. El tándem “Azulejo-Qué Tal-La Rubia Tarada” nos hizo cantar como nunca y nos preparó para la primera sorpresa de la noche.
Momentos
Oscuridad, silencio, espera… Algo se venía pero no sabíamos qué. Se prendieron las luces del escenario y apareció Gustavo Santaolalla con su charango acompañado por Javier Casalla y su violín –compañero de Bajofondo- para interpretar, todos juntos, “Qué ves”, el hit del que siempre renegaron pero hoy aceptan.

Gustavo Santaolalla fue el primer invitado de la noche
Silencio de nuevo. “Ahí va Mollo” gritaban alrededor mientras Ricardo caminaba entre la gente hacia la mitad de la cancha. “Un tiro para el lado de la justicia” dijo el cantante tras subirse a un escenario montado en la parte trasera, desde donde interpretó “Spaghetti del rock” para los que estaban al fondo.
La emotividad se apropió del show. Sonaron “Vientito del Tucumán” junto a Nadia Larcher, “Guanuqueando” con los músicos de Tres Mundos y “Sisters” con Nana Arguen llevándose el protagonismo en un exquisito duelo de guitarras.
La lista de clásicos siguió. “El Arriero” con la mirada de Atahualpa Yupanqui en la pantalla nos puso los pelos de punta y el estreno de “San Saltarín” con vientos y gaitas en vivo nos hizo “imaginar lo mejor”.
Fue este tal vez el momento más emotivo de la noche. “Amapola del 66”, con Leticia Lee, sonó en todo Liniers mientras nos acordábamos de aquellos que ya no están…
“Sucio y desprolijo” sonó limpio y poderoso y sirvió de antesala de uno de los mayores pogos de la noche: el de “Crua Chan”, clásico de Sumo. Ahora sí, el mayor pogo de la noche. “¿Hacemos un pogito chiquitito?” dijo Ricardo y largó “Cielito lindo” para que absolutamente nadie se quede parado. Y, para no aflojarle al salto, enseguida tocaron “Rasputín/Hey Jude” y “Paraguay”.
LA sorpresa
Divididos anuncia que llega el final y también anuncia un invitado. Mollo habla de un guitarrista pero no lo presenta. “¿Es Skay?” nos preguntamos. Agrega que canta. “¿Es Lebón? ¿Es Daffunchio?” nos preguntamos, desesperados. De repente, una figura emerge del fondo y es, nada más y nada menos, que Chizzo Nápoli, de La Renga. Juntos interpretan una feroz versión de “Sobrio a las piñas”. Y ahora sí, lo que ustedes ya saben, ya leyeron.

Primero Chizzo, luego La Renga, fueron las sorpresas de la noche
“Ahora nos vamos a retirar de este escenario y vamos a dejar un espacio a unos ya familia, a esta altura de la vida, que son los rengos, que hace mucho tiempo no tocan en Capital” dijo Mollo. Nadie podía creer lo que pasaba. Teté y Tanque aparecen en el escenario, se apoderan de él y lo hacen propio. Suena “El final es en donde partí” y el público enloquece, el banquete está listo…
Ahora sí, final. “Ala Delta” y “El Ojo Blindado” nos despiden. Fueron tres horas de rock. Como leí por ahí, “mientras los jóvenes de la nueva generación despliegan shows de escasos 45 minutos, Divididos sigue tocando por tres horas”.
¿Cómo no irse feliz de un recital así? Pero claro, si somos Divididos desde siempre, desde el aula hasta el bar.