14|01|23 22:37 hs.
A veces la humillación duele más que una cachetada. Y una cachetada puede ser el comienzo de esas historias que después no se pueden seguir contando. La violencia de género es, actualmente, una de las principales causas de muerte en las mujeres en la Argentina
El artículo 4 de la Ley 26.485 afirma que “se entiende por violencia contra las mujeres toda conducta, acción u omisión, que de manera directa o indirecta, tanto en el ámbito público como en el privado, basada en una relación desigual de poder, afecte su vida, libertad, dignidad, integridad física, psicológica, sexual, económica o patrimonial, como así también su seguridad personal”.
De acuerdo a la información que brinda la Línea 144 (a la cual se puede comunicar cualquier mujer para denunciar violencia de género, las 24 horas del día y los 365 días del año), entre enero y septiembre de 2022, se registraron 96.495 llamados telefónicos. El 91% denunció violencia doméstica (dentro del hogar) y el 2%, violencia laboral. En cuanto a los agresores, el 86% fueron varones: en el 49% de los casos, los violentos fueron sus ex parejas y en el 34%, sus parejas actuales.
No hay una cifra exacta y actual sobre cuántas mujeres sufren o sufrieron violencia de género en la Argentina, sobre todo porque nos cuesta identificarla, animarnos a ponerle nombre, sentirnos víctimas (y no culpables) de ese flagelo y tener la fuerza para empezar a combatirla.
En primera persona
Cuando Diego revoleó un plato de fideos al techo porque no le habían gustado, Clara, con poco más de 24 años, conoció el miedo. Ese miedo nuevo, doloroso y paralizante que no la dejó ni pensar en la posibilidad de que esa conducta podía llegar a desatar una historia que le cambiaría la vida: porque la violencia de género no es solamente el golpe, el empujón, la cachetada.
Cuando tras una discusión, una vez, él tiró un mate contra la pared y otra vez revoleó el control remoto contra el piso, ella se callaba, quedaba muda, paralizada, sujeta a una situación que comenzaba a repetirse adentro de su casa casi por costumbre y que le generaba tanta sumisión e inseguridad, que no podía no responder.
Primero fueron los objetos -hasta hubo dos puertas rotas a patadas- donde Diego descargaba, quizás, su furia, su bronca, su inestabilidad emocional y vaya uno a saber cuántas cosas más guardaba en su inconsciente que lo hacían sentir que así, queriendo demostrar cuánto poder creía que tenía frente a una mujer: “su” mujer.
Después, los animales: las mascotas que habían elegido juntos pasaron a ser los “objetos” en los que Diego descargaba su odio: una gata que sufrió muchos golpes hasta sangrar con manchas en una alfombra beige que todavía deben estar ahí. “Vos me hacés odiarlos”, le decía él a ella, como si ella tuviera la culpa de la perversión de ese monstruo. La primera psicóloga a la que consultó, allá por 2013, le aconsejó en la primera sesión: “Si no podés salvarte vos, al menos salvá a tu gata”.
Cuando le tiró el pelo por primera vez, un domingo a la noche, en invierno, Clara reaccionó (por fin) pero lo hizo con la persona equivocada: corrió unas cuadras, se lo contó a su suegra, le habló de los maltratos que recibía en su casa y en su trabajo -porque encima, él era su jefe- ella la abrazó y llorando le dijo “no quiero que repitas mi historia”. Todo quedó ahí, en la nada. Una cómplice más del infierno que recién estaba teniendo su punto de partida.
Clara ya tenía el alma rota. Convivía a diario con el infierno. Los momentos “lindos” se mezclaban con la oscuridad más perversa que les toca a travesar a muchas mujeres y ante lo que primero comenzó siendo un “abuso de poder”, terminó siendo una costumbre a la que no le quedó otra que soportar.
La Ley
Diego llegó a escupirle la cara y a decirle “si fueras hombre, te juro que te cagaría a palos”. Para Clara era muy difícil estar a 500 kilómetros de su familia y estar “atada” de pies y manos en su cabeza: trabajaba para él, vivía en el departamento de él y el sueldo que ganaba trabajando, se lo pagaba él. Eso es violencia económica.
La Ley Nº 26.485 la entiende como aquella que “se dirige a ocasionar un menoscabo en los recursos económicos o patrimoniales de la mujer, a través de la perturbación de la posesión, tenencia o propiedad de sus bienes, la pérdida, sustracción, destrucción, retención o distracción indebida de objetos, instrumentos de trabajo, documentos personales, bienes, valores y derechos patrimoniales; la limitación de los recursos económicos destinados a satisfacer sus necesidades o privación de los medios indispensables para vivir una vida digna, la a limitación o control de sus ingresos, así como la percepción de un salario menor por igual tarea, dentro de un mismo lugar de trabajo”.
“Te vas a cagar de hambre”, “si no trabajás conmigo nadie te va a contratar”, “acá se hace lo que yo digo”, “si no te gusta el sueldo te vas”, eran algunas de las frases con las que Clara convivía dentro y fuera de su casa.
Empecé este artículo diciendo que a veces, la humillación duele más que una cachetada. Y Clara convivió 10 años con un maltrato psicológico tan constante, repetitivo y alevoso, que recién después de una década y ocho años de terapia, pudo ponerle nombre: violencia de género. La Ley Nº 26.485 establece que la violencia de tipo psicológica es “la que causa daño emocional y disminución de la autoestima o perjudica y perturba el pleno desarrollo personal o que busca degradar o controlar sus acciones, comportamientos, creencias y decisiones, mediante amenaza, acoso, hostigamiento, restricción, humillación, deshonra, descrédito, manipulación o aislamiento. Incluye también la culpabilización, vigilancia constante, exigencia de obediencia o sumisión, coerción verbal, persecución, insulto, indiferencia, abandono, celos excesivos, chantaje, ridiculización, explotación y limitación del derecho de circulación o cualquier otro medio que cause perjuicio a su salud psicológica y a la autodeterminación”.
Clara convivió diez años con insultos de todo tipo y no pudo hacer nada estando dentro del infierno: “inútil”, “vaga”, “grasa”, “idiota”, “no servís para nada”, “tu carrera no sirve para nada”, “sos incogible”, “sos una villera como tu familia”, “no te hagas la viva porque conmigo perdés”, “cállate, idiota”, “sos psycho”, “vos me hacés reaccionar así”, “no te aguanto más”, “sos tan tonta”, “das pena”, “la cabeza no te da”, “la relación la hiciste mierda vos”, “andate bien a la concha de la lora”, “ni me hables”, “matate solita”, “estás enferma”, ”sos desagradable”, “no te metas con quien tiene el poder, vas a salir perdiendo”, “si fueras hombre te cagaría bien a piñas”, “te vas a cagar de hambre”, “te voy a meter en cana”. Recién, después de una década se animó a denunciar y empezó un camino sinuoso que la llevó a tener que recorrer comisarías, aportar pruebas y testigos, testimonios, recordar una y otra vez cada frase que escuchó dentro de su casa y de su trabajo, y que perforaron su alma una y otra vez. En la Justicia tuvo que revivir los puñales psicológicos que le clavaron en su inconsciente y que, todavía hoy, en su espacio terapéutico, trabaja para erradicar.
El maltrato psicológico genera consecuencias devastadoras. Socava la autoestima de una forma insoportable y hace dudar hasta de la propia cordura. Convivir con este infierno genera un estado de alerta constante que algunos llaman “hipervigilancia”, en el cual la víctima de violencia se siente extremadamente sensible frente a lo que la rodea y percibe una sensación de peligro que la hace estar temerosa ante esas situaciones.
La violencia psicológica te hace chiquita, te deja inmóvil, te hace sentir inferior, te posiciona en un lugar de sumisión, de miedo, de imposibilidad de cambio. Y es muy difícil convivir con la manipulación, las amenazas, la humillación, la desvalorización, las faltas de respeto, la descalificación de los propios valores, de los propios deseos y proyectos. La anulación, el silencio, el desprecio, los insultos, los gritos, el desprecio. Clara naturalizó todas y cada una de las conductas de Diego, las aceptó por temor y terror, y con mucho apoyo psicológico y contención, entendió que eso no era amor, era violencia.
El amor no agrede, no insulta, no lastima, no duele, no humilla, no presiona, no golpea, no atemoriza, no descalifica, no abusa del poder, no hostiga, no culpabiliza, no deshonra, no ridiculiza, no perjudica la salud psíquica ni tiene por qué dañar.
A Clara, un día, le llegó la cachetada. Y aunque supo que lo que había vivido antes, psicológicamente, la había dañado mucho más, entendió que la violencia física podía tener una escalada ilimitada que la dañaría quién sabe hasta dónde. Cuando se sobrepasa un límite, ya no hay límites.
El perfil del maltratador
Existen características comunes en todos aquellos hombres que ejercen violencia de género hacia las mujeres. En primer lugar, carecen de empatía, no sienten dolor ni culpa ni remordimiento porque consideran a sus “víctimas” como objetos.
Entienden que tienen un cierto “poder” sobre ellas y abusan de la vulnerabilidad y el temor que les generan con sus comportamientos. Son personas intolerantes, que no aceptan críticas, se creen “superiores” y culpabilizan al resto, sin hacerse cargo de sus propios actos y consecuencias.
Son, en general, autoritarios y descalificadores, buscan someter a la mujer porque la consideran un “objeto” sin poder de decisión y necesitan “rebajar” al otro para sentirse superiores.
Además, liberan “tensiones” con sus “víctimas” y eso les genera un cierto alivio. Disfrutan del sufrimiento del otro, necesitan aprobación constante y son impredecibles. Se ponen irritables ante cualquier acción que no los convence y no aceptan críticas.
Los hombres violentos utilizan el “poder” que creen tener para controlar a su “víctima” y las manipulan dirigiendo su voluntad hacia donde le convenga. En general, socialmente se muestran “seductores”, utilizan a le gente para lograr sus objetivos y no respetan los puntos de vista de los demás.

Por otra parte, necesitan sentir dominio, aprobación, admiración, y rebajar a los otros para aumentar su autoestima. Intentan controlar los pensamientos y sentimientos de las personas, y buscan “aniquilar al enemigo”, como un acto de “supervivencia”.
Este tipo de personas les reprochan a los otros los aspectos que rechazan de sí mismos y proyectan su propia frustración en los demás. Los minimizan para descalificarlos, para que pierdan su confianza en sí mismos. Las palabras, los gestos o los silencios son sus instrumentos de destrucción.
Por último, tienen distorsiones cognitivas sexistas e ideas machistas, poseen necesidad de control, poder y dominación sobre la víctima, propia de los rasgos de un psicópata: este tipo de personas emplean la violencia de forma “fría, calculada y planificada” y la utilizan para conseguir el fin que desean. Emplean técnicas de coerción y de inducción del miedo para lograr sus objetivos.
Asimismo, presentan un desajuste a las “normas sociales” y no presentan remordimientos. Suelen abusar de sustancias como alcohol y drogas y hasta prostitución. No tienen empatía con sus “víctimas” y, según diversos estudios, carecen de capacidad afectiva, de forma tal que pueden manipularlas sin importarles si están sufriendo.
Se puede salir
La historia de Diego y Clara no es más que la de miles de mujeres que, en nuestro país, luchan a diario por salir de un infierno difícil de sobrellevar.
No es fácil y aunque a veces parezca imposible, el primer paso es poder detectar las conductas que forman parte de la violencia de género: desde un grito, un insulto, una descalificación, una burla, el aislamiento, hacer sentir culpa, irradiar miedo, la sumisión, y al final, un golpe.
Lo importante y lo urgente, hoy en día, es no naturalizar ese tipo de conductas y estar alerta. Ante la primera situación de violencia es importante animarse a hablar, a no callarse, a no temer y a hacer visible que todo acto de abuso de poder que deje a las mujeres en una situación de sumisión y temor.
Si estás atravesando una situación de violencia de género, no dudes en hablar, en pedir ayuda, en comunicarte con la línea telefónica 144 las 24 horas del día y los 365 días del año. Animate a contar, no te calles, no permitas un insulto y menos, una cachetada.
(*) La autora es licenciada en Comunicación Social