Sociales

Con el corazón de Maradona

08|01|23 10:32 hs.

Por Valentina Pereyra


Palpita la final

¡Qué sabe la gente de las veces que me rompieron en mil pedazos! Parezco entero, pero nada que ver.

¡Qué saben de nosotros! Extraño sus olores, sus desplantes. Extraño los sobresaltos, las internaciones constantes, los sinsabores. Lo extraño.

No fueron los amigos del campeón los que nos arruinaron. Nos hacemos cargo. Nos creímos eso de ser Dios.

Hacía mucho que no latía tan rápido. El último tiempo no hubo nada por qué vibrar, salvo cuando la cocinera hacía milanesas. Aparte de eso, todo fue ir de la cama al living.

A él lo metieron en un cajón de lujo, a mí en esta urna de cristal. A él le pusieron una placa, pero al tiempo las chicas la sacaron, querían evitar que los fanáticos se sacaran selfies frente a ella. A mí, una referencia escrita en letras doradas.

Desde que estoy en este templo, la visita de turistas es permanente. No tengo respiro. No tuve demasiado tiempo para adaptarme al nuevo ritmo de vida. Palpito cada acontecimiento, sobre todo en estos días.

La falta de privacidad me jode un poco. Ya tuvimos demasiada exposición, aunque yo, sólo era el motorcito, no daba la cara, pero estaba ahí. 

Me trajeron para exhibirme, pero todo tiene un límite. No me puedo desangrar para hacer felices a los grupos de jubilados que vienen los lunes o a los devotos de mi Iglesia.

Yo quería quedarme con él. Nos conocemos desde que nacimos, hace 62 años. ¡A quién se le ocurrió pensar que podíamos estar el uno sin el otro! Sin embargo, hace ya un año que me encerraron. Nos separaron sin nuestro consentimiento, las chicas firmaron. Yo por ellas todo, así que me resigné al destino que me dieron estos rufianes.

¡Si me viera mi madre, estaría contenta de que me tuvieran en caja de cristal! La sangre me sube y baja, bombeo más cuando hay pibes mirando. Se los debo. 

Es cierto que de los dos, yo fui el que más sufrió. Me tocó la peor parte. Crecí descontroladamente y fui el chivo expiatorio de tantos momentos amargos. Extraño los perfumes de las nenas que me hacían latir tan rápido y los aromas de la cocina de la viejita.

Lo extraño. Nos separaron contra nuestra voluntad, a él lo mandaron al cajón y a mí a formol. Me arrancaron sin darme tiempo a nada. Para ser sincero, no es la primera vez que me destrozan. Como en el ´94 cuando la enfermera rusa me sacó de la cancha o mi amigo del alma me dejó, se abrió de gambas mientras el polvo me ahogaba. Ahora lo hicieron a la luz del día, legal, como se dice. No me dejan morir en paz.

Lo bueno es que acá no me siento solo. Me acomodaron al lado de María y con José tengo buen trato. Me llevo mejor que con los vecinos del country y no tengo que pagar expensas.

¡Si me viera la vieja! Decía que era un corazón de oro. Prefiero este destino y no el otro, encerrado, oscuro, aspirando el olor a roble todos los días. Ya suficiente aspiré en mi vida.

La semana pasada vino un hincha de Gimnasia a rezar. Lo supe por su camiseta. Llegó y se arrodilló. Lloraba como un pibe, me dieron ganas de consolarlo. Me asusté un poco cuando confesó que había venido a llevarme. Del julepe que me pegué se me contrajeron las paredes, colapsé mis quinientos treinta gramos y sangré. El tripero entró en pánico y corrió hacia la calle gritando: ¡Milagro! 

 Me parece raro que no haya entrado nadie a verme. El sol cae en línea recta a través de los ventanales y alumbra la alfombra que recorre el trayecto desde la puerta de entrada hasta mi pedestal. El curita que me cuida prendió la radio. Me dice que en cualquier momento llegan y me explica que hoy juega Argentina con Inglaterra por la final. Le doy pelota, siempre doy la pelota y palpito más rápido que nunca. 

El relato que sale del aparato portátil invade el templo. Dice que son los últimos minutos del partido, de la final y que van a necesitar desfibriladores. ¡Qué ironía! 

El padrecito grita gol. Sangro. 

El locutor recuerda al barrilete cósmico y no discute con el comentarista sobre quién es el mejor del mundo. El curita apoya su mano sobre la urna, se arrodilla y reza. Levanta las manos al cielo y agradece. Me advierte que van a llegar pronto y acaricia el vidrio empañado que me contiene. 

El griterío se agolpa en la entrada de la iglesia, la hinchada empuja la puerta y a una voz canta: Olé, olé olé, somos campeones otra vez. Olé, olé, olé, somos campeones otra vez. 

 Los frenéticos avanzaron hasta mi urna. No tuve miedo. Dalma, mi hija, subió en andas a Benja y fue él que me envolvió en la bandera argentina. Olé, olé, olé, Maradona late otra vez, cantan. 

 Lloro sangre, palpito fuera del cuerpo de Dios.