28|10|22 10:16 hs.
Por Andrea Anguita (*)
Poca cosa puede ser peor que ver a un niño al lado de un ataúd, y yo tuve que ver a dos.
Los observé a la distancia para que no sintieran mi presencia y, aun así, juro que cada tanto se daban vuelta en ese afán de encontrarme, para hacerse de un cuento fantástico que les diera por lo menos un poco de alivio. Tanta realidad los ahogaba.
Claro que ese día no estaban los ánimos para escondidas o acertijos. Ese día, en los ojos de la pequeña Alicia, solo había lugar para las lágrimas que se deshacían en sus mejillas coloradas, y en el pecho de Manuel se había armado un nudo marinero, de esos que no se sueltan ni con la peor de las tormentas.
La escena era cruel, desabrida, porque vamos, nada bueno puede salir de dos niños junto al ataúd de su padre. Pero más tétricas eran aún las caras de aquellos que iban a saludarlos.
Una mezcla ingrata de pena y desazón que desfiguraba los rostros, en un gesto que lejos de reconfortar, desmoronaba la esperanza de salir pronto de aquel cuadro.
Manuel y Alicia los miraban de costado, un poco para no ver esa tapa lustrada de cedro que tendría un destino oscuro tras la pared azulejada, y otro poco porque me buscaban a mí, supongo, para aferrarse a esas cosas que no tienen explicación mientras se flota a la deriva.
Alguien dijo una plegaria y la mano húmeda de Alicia se quedó impresa como una caricia en el brillo de la madera. Con esa huella se sellaban ocho años de juegos ingeniosos y de risas memorables con olor a eucalipto, como en las carreras rodando cuesta abajo por la lomada más alta del parque Saavedra. Risas que ahora llegarían al recuerdo pinchando el alma, al igual que las hojitas alargadas y puntiagudas que se incrustaban en el pullover, mientras llenábamos la bolsa de coquitos para los vahos de invierno.
Por su parte, Manuel miraba sin ver, con los ojos tendidos en una languidez absurda, mientras se planteaba la duda de estar soñando. La niñez le tenía que salir por algún lado al pobre, y si no era por los ojos que fuera por la imaginación, que había sido siempre un buen desahogo.
Desde donde yo estaba, lo vi parpadear seguido como en clave Morse. Ese TOC era su pedido de auxilio, la señal para acercarme y llevarlo del hombro en un paseo que le hiciera digerir las angustias. Así lo hubiera hecho de haber podido, porque a pesar de todo, ese era un día precioso de abril de esos en donde uno no se atrevería a despedir a quien ama, pero perfecto para curar heridas en el respirar hondo de una caminata lenta.
De pronto y ante mi asombro, empezaron a moverse para desaparecer de a poco y yo sonreí.
Lo estaban haciendo juntos, Alicia arrastró los pies y se acercó a Manuel. Su hermano seis años mayor, sería lo más parecido a un padre que tendría de ahora en adelante. Caminó hasta él como cuando las ideas se plantan tangentes a la monotonía, machacando con la mirada abierta en un socorro inaudible, mientras le rozaba la mano con sus yemas suavecitas mirándolo desde abajo. Y les aseguro que en ese acto algún interruptor habrá encontrado, porque Manuel se aflojó de golpe y le brotaron varias lágrimas de su mirada esquiva.
Paso a paso, así cómo se enjugan las tristezas, se fueron alejando bajo un cielo explosivo de luz, entre los canteros repletos de rosales y flores de azúcar. Había una necesidad urgente de salir de aquel parque estructurado, bien atendido y lleno de historias enterradas,
(cómo si las historias pudieran enterrarse y no quedaran ocupando espacio en el corazón).
Después el día se iría como si nada. Acartonado, opaco. Entre flashes grisáceos sin tiempo ni espacio, y como si algo en ellos estuviera listo para volver a empezar.
***
A la mañana siguiente los desperté a sabiendas de que sería la peor de sus vidas, el momento donde todo volvería a una normalidad incompleta llena de desafíos. Abrí las ventanas de un soplido para que los acariciara la tibieza del sol y disfruté de sus bostezos cortos, que todavía los tenía en letargo.
Habían dado vueltas en la cama toda la noche, y supe que tendría que esmerarme, para terminar de convencerlos de que aún estaba ahí y que nunca iba a abandonarlos.
Ya les venía tirando pistas porque sabía que la cosa se pondría brava. Se me había ocurrido marcar los libros en sus páginas favoritas, llevar pichones a su ventana, y dejar un camino de plumas blancas que terminaba en algún caramelo. Sin embargo, esa mañana tenía que ser algo más contundente, tan único que al cerrar los ojos y recordarla (porque era ineludible que aquella mañana quedaría tallada en la memoria), la chispa de la sorpresa pudiera encender un calor tibio, que los hiciera saltar del dolor a la esperanza en un suspiro.
Había una sola forma de hacerlo, tenía una única oportunidad y no podía desaprovecharla.
Era consciente de que para hacer algo tan grande, el sacrificio tendría que ser extraordinario. Esa fue la única condición que había puesto para irme, de modo que me dejé caer sin abrir las alas.
“Es como nacer” me dijo alguien
El ruido se me hizo insoportable, eran chillidos ásperos que se abarrotaban en mi cabeza abrumada. Tenía una sensación extraña y fría de intemperie que me estremecía y me alejaba de la comodidad. Ya no me sentía tan liviano ni tan puro como en los últimos días, pero al abrir los ojos, los dedos mágicos de Alicia me hacían cosquillas en la panza.
Imposible saber cómo había llegado hasta allí, pero supuse que Dios había cumplido con su parte. Entonces me asomé con el hocico húmedo entre sus manos, moviendo una cola pequeña y refunfuñando un poco, con un ladrido penoso de un agudo intenso.
“Estaba en la puerta” dijo ella entusiasmada. Manuel me observó curioso y yo le devolví la mirada en silencio, como cuando jugábamos al Truco y le hacía trampa. Inmediatamente hizo una mueca de asombro y me reconoció: “Vaya bandido” dijo y liberó un suspiro que lo alivió un poco.
Alicia me beso, y por fin pude sentir el olor a menta de su cabello tal cual lo recordaba. “No es un Bandido, es un Guardián” dijo ella, con la sombra de una sonrisa en los labios.
“Cualquier nombre estará bien” pensé y aproveché el envión de una lengua larga que por instinto le limpió las mejillas tristes de sal, para que supiera que nunca más tendría que llorar sola.
Manuel apenas parpadeo, apoyó su mano sobre mi lomo, y volvimos a encontrarnos.
(*) La autora es de San Isidro