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Opinión

Segunda Mención del concurso Cuento Breve

El verdugo

20|10|22 19:21 hs.

Por Gisela Ceconi (*)


Era una noche sin luna y lloviznaba. Salió de la taberna luego de tomar dos pintas y unos whiskys. Sacó un cigarrillo y lo encendió, aspirando el humo y dejando escapar volutas que se fundieron con la oscuridad. La calle estaba vacía y el único foco de la esquina titilaba. Cuando echó a andar, con el cigarrillo aún en la mano, un gato negro se cruzó en su camino. En ese momento escuchó las pisadas detrás. No se atrevió a girar. Presentía que lo seguían y sabía por qué. Tarde o temprano tus pecados te buscan para expiarlos. El conocía los suyos y sabía que quizás había llegado el momento de pagar por ellos. Tiró la colilla del cigarrillo que se había extinguido y aceleró el paso. 

Los adoquines de la calzada se convertían en un obstáculo resbaloso. Cuando llegó a la calle que desembocaba en el puente, debía girar a la derecha, pero ahí se detuvo y dudó. No podía ir a su casa. Su mujer era inocente, y no merecía pagar por él, no podía hacerle eso, bastante sufriría ya si se enteraba de todo. Eligió seguir derecho y tomar el puente, que engulló su silueta como perro hambriento. Por un instante pensó que quizás lo perderían de vista, que ya no lo seguirían más. Pero demoró apenas diez pasos en darse cuenta de que la cercanía de la justicia le erizaba la nuca. No se atrevió a girar la cabeza. Comenzó a correr, o al menos lo intentó; sus zapatos de vestir, lujosos y brillantes, no estaban hechos para eso. Resbaló y cayó de rodillas. Lloraba. Casi como un niño lloraba y recordó esas otras lágrimas, que habían suplicado por su vida, recordó esa mirada que pedía piedad. 

No había querido matar, pero lo hizo. Se miró las manos llenas de sangre. Demasiada sangre para un raspón en el piso. Sangre que parecía venir del pasado a brotar otra vez en su piel suave y cuidada. Se limpió las manos en los muslos, manchando el pantalón y aprovechó el impulso para ponerse otra vez de pie. Ahí, tras su espalda, la sentencia que creyó que no le llegaría nunca, lo alcanzaba. Estaba a la mitad del puente, no veía nada, pero lo presentía. El ruido del agua oscura y helada del río le hacía suponer que estaba en el medio del cauce. Un murmullo agónico y rotundo le recordó que hacía exactamente un año atrás, en ese mismo lugar él se había deshecho del cuerpo. Lo entregó al caudal como si no hubiera sido nada. Como si no hubiera sido nadie. Para que se lo lleve y para cubrir sus huellas. 

 Casi podía sentir el aliento del verdugo en su oído. El agua helada de abajo le pareció una opción menos cruenta que el cuchillo o la bala. Se persignó por instinto, él no era un hombre de fe. Después de lo que había hecho, no tenía ningún lugar en el reino de los cielos. Subió al barandal y saltó. Nunca miró hacia atrás, no quería saber quién era el que lo había descubierto. El río se lo tragó silencioso, obediente, efectivo. Arriba, en el puente, nadie miraba hacia abajo.

 (*) La autora es de Rosario