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No fue caprichosa la elección de un 10 de diciembre para la asunción, en 1983, de Raúl Alfonsín. Un día como ese, mismo mes, mismo número, pero de 1948, la Asamblea General de la Naciones Unidas, aprobaba la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Una jornada, la de 1983, símbolo y mantra republicano, que sintetiza el fin de una era y el comienzo de otra.
El país conoció la crudeza y la violencia política en sus modos más sofisticados y repulsivos. Guerra civil fratricida en el siglo XIX; terrorismo de Estado en los años 70 y comienzos de los 80 del siglo pasado; golpes cívicos-militares; proscripciones; crímenes políticos y un desapego institucional que ningún sector dejo de practicar. Incluso el periodismo, que no pocas veces jugo a privilegiar sus intereses o los de algún sector en particular, y no los de la ciudadanía en general.
Aquel año, la Argentina, se dio a sí misma una nueva oportunidad. Chance que, al parecer, nos empeñamos de modo sistemático en desperdiciar. No es que el país no haya hecho nada rescatable en su vida democrática, ya no tan joven. Lo que ocurre, es que el tamaño de las deudas y lo que ellas ocasionan a la mitad de la ciudadanía y en especial, a una infancia cada día más vulnerable, son inconmensurables.
Por esa razón, hasta tanto esa deuda siga sin saldar, los festejos deberían ser austeros, reflexivos y prudentes. Queremos la democracia y no concebimos un sistema diferente. Pero la deseamos mejor y sin exclusiones. La pretendemos formal, con el ritmo republicano del voto y el recambio, con sus instituciones y sus controles, con la sobriedad en las maneras y la sencillez enérgica en su ejercicio. Pero también, la requerimos sustantiva y sin exclusiones económicas, sociales y culturales. Hay en esto último una realidad degradante para quienes la padecen, en especial para los que llegan al mundo, y ese mundo que comienzan a habitar, es el del país cruelmente postergado. El de ciudades, pueblos, parajes, llanuras, sierras, montañas, bosques, selvas y tierras áridas, cada día más castigados por el crimen de la pobreza, la exclusión y el hambre.
Queremos la democracia y no concebimos un sistema diferente. Pero la deseamos mejor y sin exclusiones
Millones, aquel diez de diciembre, viendo en sus televisores a miles de personas rebosantes de alegría, entre murmullos, cánticos, vítores y expresiones exultantes. Una unidad feliz frente al antiguo Cabildo de Buenos Aires, más pequeño que el que supo ser en su arquitectura original. Ese mismo Ayuntamiento colonial fue el recinto en donde surgió la Primera Junta de Gobierno, el primer mojón de la apasionante aventura por la libertad de este gran y castigado país. Un tótem laico, un templo antiguo, un faro de origen y destino.
Flotando en el aire, en esos meses y en esa jornada refundacional, cobrando vida en cada esperanza de argentinos y argentinas, se escuchaba un rezo, que declaraba los principios seminales de aquella nación que, en la ciudad de Santa Fe, un primero de mayo de 1853 se dio su primera constitución. Un Preámbulo, que resumía lo que queríamos ser y lo que todavía hoy nos falta.
El camino es largo, no nos ahorró cicatrices y no augura ausencia de dolor. Pero aquí estamos, treinta y ocho años después, en esta casa, que es nuestra y de aquellos habitantes del mundo, de buena voluntad, que quieran unirse a esta promesa llamada Argentina.