09|12|21 12:34 hs.
Después de veinte años, el Pollo está regresando al Paraíso, porque Claudio lo contrató para domar una tropilla.
-El antiguo patrón la dejó crecer, medio baguala –le explicó Claudio-. Le gustaba sentarse en el parque y ver los caballos andando por ahí.
Claudio heredó el puesto de capataz de la estancia cuando murió su padre.
-Desde que faltó el patrón, las decisiones las toma la señora Isabel -dijo Claudio-. La señora se metejoneó con eso del turismo rural. Por eso necesitamos domarlos.
Como en el campo ya casi no se usan caballos para trabajar, los domadores se volvieron una especie en peligro de extinción.
“¿Me querés decir dónde carajo encuentro yo un domador?”, le había comentado Claudio a Estela cuando pasó por el almacén. “Los pocos que quedan no quieren venir a trabajar al campo. Se la pasan de doma en doma. Lo único que tienen en la cabeza es ir a Jesús María”.
Desde que se levantó el ramal Defferrari y se clausuró la estación, el almacén de Estela es el único sitio habitado en Cristiano Muerto. A pesar del aislamiento, la prima de Claudio se las arregla para estar informada.
“¿Por qué no lo consultás al Pollo?”, le había dicho Estela a Claudio. “La madre me contó que está de vuelta en Monte Hermoso”.
La última vez que Claudio se había cruzado con el Pollo fue en una doma, en Lin Calel, y no le había gustado su aspecto.
-¿Podés creer que andaba en patas? -le cuenta a Estela-. Pleno invierno y el tipo andaba en patas. Cuando lo saludé, me contó que había estado viviendo en el sur. Que un indio le había enseñado a andar en patas. ¿A vos te parece? Es el único tipo que conozco al que tuvieron que enseñarle a andar en patas.
Claudio y el Pollo dejaron de verse cuando terminaron la primaria. La madre se lo llevó al pueblo para que hiciera el secundario y terminaron viviendo en Monte Hermoso.
-Y encima usa las crenchas largas y se las ata en una cola -remata Claudio.
-La madre dice que es muy bueno haciendo su trabajo. Que lo llaman de todos lados. ¿Te acordás de la escuela? Era muy inteligente -dice Estela.
-Está bien, pasame el número -dijo Claudio
- Yo amanso, no domo -aclaró el Pollo cuando Claudio llamó para contratarlo. Claudio dejó pasar el comentario sin pedir explicaciones.
El Pollo llegó al Paraíso el día que habían convenido. Caminó desde la tranquera hasta la casa. Traía de tiro el caballo de montar. Venía fumando y se tomó tiempo para recorrer con la mirada el monte, que se cerraba sobre el camino formando una bóveda verde. Caminaba despacio, seguido por otros dos caballos. Uno cinchero y el tercero de recambio. Mientras escuchaba los pájaros, trató de no espantar a una pareja de liebres que se había refugiado a la sombra de una casuarina.
Claudio, que lo había visto venir, lo recibió a la salida del monte. El saludo fue cordial pero distante. La niñez compartida no les dio para más. Lo escoltó hasta la casa de los peones. Mientras caminaban, lo fue poniendo al tanto del trabajo que debía realizar y de las costumbres de la casa. Cuando llegaron, le indicó dónde iba a dormir. El Pollo no hizo preguntas ni demostró mayor interés por los detalles. Cuando Claudio terminó, dijo que quería ver los caballos.
-Andan entre los médanos. Mañana los podemos encerrar en el corral, así podés empezar a domarlos.
-Amansar -vuelve a aclarar el Pollo, y lo interrumpe el grito de un pavo real.
-¿Y eso? -pregunta.
- Son los pavos que trajo la señora para adornar el parque.
El grito del pavo real macho es agudo y penetrante. Desproporcionado como su cola.
-Esas porquerías van a poner nerviosos a los caballos –dice el Pollo. Claudio lo mira serio y no contesta-. Yo me encargo de buscar los caballos –concluye. Cuando Claudio se está yendo, agrega-: No necesito corral para amansarlos.
Los primeros días de trabajo los dedicó a ganarse la confianza de la yegua que lideraba la tropilla, para que todo el grupo aceptara su presencia. Finalmente, logró atarla en el palo a pique que enterró en un lugar apartado y comenzó a acariciarla mientras le hablaba.
A la mañana siguiente fue a pedir un rollo de pasto para que comiera la tropilla. Claudio conversaba con el parquero. A tiro de pisada, se le cruzó un pavo real arrastrando la cola cerca de su pie derecho. Con un movimiento preciso logró pisársela y lo espantó. Cuando el bicho saltó, dejó bajo su pie parte de la cola. Alertado por el alarido del pavo, Claudio vio cómo el Pollo juntaba las plumas.
-Tomá -dijo el Pollo-, para que la patrona las ponga en un florero.
Pidió el pasto que necesitaba y regresó por donde había venido. Claudio, con las plumas en la mano, retomó la charla con el jardinero. Estaban esperando a la señora, que le quería hacer unas reformas al parque.
- No se haga problema, Claudio –le dijo Isabel cuando vio las plumas–, le van a volver a crecer. Ese muchacho hace esas cosas por mala crianza. Lo importante es que termine su trabajo cuanto antes, así se manda a mudar.
Luego Isabel comenzó a explicar las reformas que quería realizar en el parque. Antes de volver a la casa, dejó una última instrucción.
–Una cosa más, Claudio, trate de que ese muchacho no se acerque por el parque.
Claudio cumplió. La siguiente vez que lo cruzó al Pollo, le marcó su área de exclusión. El Pollo iba montado a tomar una ginebra al almacén de Estela. Claudio no anduvo con sutilezas.
-No te quiero ver más por donde esté la patrona.
-Ni falta que me hace -dijo el Pollo, encogiéndose de hombros, sin detener la marcha.
El almacén tiene un despacho de bebidas. Cada vez que el Pollo va por una ginebra, Estela da rienda suelta a los recuerdos. El Pollo la escucha sin hacer comentarios. No se muestra entusiasmado con las historias de la escuelita rural que compartieron. Concentrado en su mundo, de tanto en tanto sus labios esbozan una mueca parecida a una sonrisa, que a Estela le resulta suficiente para continuar desgranando sus relatos.
-¿Vas a estar el domingo en el bautismo del hijo de Marcela? -pregunta Estela.
-Me pidieron que haga el cordero. Ellos van a estar ocupados con el resto del circo.
-Yo voy a llevar la torta -dice Estela.
-Mirá -dice el Pollo. Luego termina la ginebra y emprende la retirada.
El domingo del bautismo, el Pollo amaneció solo en El Paraíso. Los peones se habían ido al pueblo el día anterior. Estela había pasado temprano a buscar a Marcela, su marido y el chico para llevarlos a San Cayetano. Querían llegar con tiempo a la parroquia. Claudio había ido a buscar al veterinario para que atendiera a una vaca que no podía parir. El Pollo trabajó con los caballos casi hasta el mediodía. Luego volvió a la casa, para descansar un rato antes de encargarse del asado. Marcela le había dicho que no iban a estar de vuelta antes de las cinco. Que no se preocupara. Que la patrona iba a dejar el cordero en la despensa. Después de la siesta, el Pollo se lavó en el tanque. Cuando fue a la despensa, se enteró de que la patrona no había dejado el cordero. Barajó la situación. No había nadie a quien recurrir. Entonces procedió. Si no perdía tiempo, podía carnear un cordero y tenerlo a tiempo para la hora convenida.
Después de cuerearlo y sacarle las tripas, lo colgó de una rama lo suficientemente alta como para que no lo alcanzaran los perros. Mientras el animal se oreaba, trajo leña, comenzó a prender el fuego y limpió el asador. Cuando llegaron Marcela y el marido con el chico ya bautizado, el Pollo tenía todo encaminado. Antes de que anocheciera, habían llegado todos los invitados y el asado estaba en marcha. De a poco se fue armando el festejo. De los diez invitados, el último en llegar fue Claudio. El chico, agotado por el trajín del día, se había dormido antes de cenar.
El Pollo no espera el postre para levantarse de la mesa. Se da por cumplido compartiendo el cordero. Prefiere apartarse a fumar. Mientras se aleja del grupo, arma un cigarro. Tiene tanta destreza, que puede hacerlo en la penumbra. Lo compacta, para que la calada encuentre resistencia. Lo prende y se acomoda a mirar las estrellas. La madre le dijo que fue su padre quien le enseñó los dos o tres nombres de constelaciones que conoce. Aunque casi no recuerda al padre, el tiempo no se llevó esos nombres, que lo ayudan a sentir que tiene un ancla, un lugar seguro donde estibar los pensamientos. Se acomoda en el asiento del auto que el antiguo patrón dejó tirado después de chocarlo. Uno de los peones le contó que ni se gastó en arreglarlo y tampoco quiso vendérselo a un chatarrero. Y ahí lo dejó, quieto como la noche.
-Este no tiene todos los patitos en fila -dijo Claudio, cuando lo vio al Pollo sacar las telarañas de la carrocería y limpiarle la mugre más gorda.
La patrona le había hecho plantar unas matas, para que el auto no se viera desde la casa y afeara el parque. Al Pollo le pareció el lugar perfecto para dejarse estar. A veces se quedaba dormido y lo despertaba el sol, o la cocinera, cuando le daba un garrotazo al riel que cuelga de la higuera, llamando a los peones al desayuno. “Címbalo que retiñe, metal que resuena”, piensa, con palabras aprendidas no sabe dónde, cada vez que el tañido del riel lo sobresalta. Ese sonido le recuerda su niñez en El Paraíso. A través del hueco del parabrisas puede ver con nitidez la Cruz del Sur. Piensa que su padre se la mostró por primera vez alguna noche como ésta. Que le enseñó a distinguirla, hasta que pudo rastrearla solo. Pero no pudo con el padre. De él sí que se le perdió el rastro. Aunque siempre siguió ahí. Como una vela a punto de extinguirse. Como esas velas que le encendía la madre, diciendo que eran para el santo. Pero, adosado a la estampita, estaba el corbatero que su padre había usado para el casamiento. La única vez que usó corbata. Su madre la guardó durante años, porque era el santo y seña del marido. Hasta que dejó de esperarlo. Entonces se acabaron las velas y desapareció el corbatero. El Pollo nunca supo qué le pasó a su padre. No se animó a preguntar. Da una calada honda que hace brillar la brasa y le cobrea la tez por un segundo. Retiene el humo para que le caliente los pulmones y comienza a soltarlo. Suelta y mastica. Mientras el humo le pasa entre los dientes, estira el brazo y cierra un ojo, como buscando puntería, y marca con la brasa las cuatro puntas de la cruz. Luego calla. Aunque siempre estuvo en silencio. Deja de pensar. De matar recuerdos con la brasa. Deja de buscar. Al padre o a cualquier cosa que valga la pena en ese laberinto.
-
Los Siete Cabritos -le dice a Claudio, señalando un cuadrante indefinido del cielo, cuando lo ve acercarse con tranco apurado.
Claudio se detiene en seco. Cada vez que el Pollo le habla, necesita hacer un esfuerzo para entenderlo. Cree que le señala los corrales. Aunque no le hace falta, repasa mentalmente. Sabe bien qué animales hay en los corrales. Los más parecidos a un cabrito son los corderos y están en otro lado.
-Parecen luciérnagas -agrega el Pollo.
-Hace años que no se ven luciérnagas en este campo -dice Claudio.
-Demasiado veneno -remata el Pollo.
-Si querés ver luciérnagas, vas a tener que meterte entre los médanos. Pero yo no vine a hablarte de luciérnagas. ¿Vos mataste el cordero? -pregunta.
El Pollo asiente con un movimiento de cabeza.
-¿Le pediste permiso a la señora?
-No me dio tiempo. La señora se fue sin despedirse.
-Ya te expliqué que acá no se hace nada sin que ella autorice.
-La señora había prometido ese cordero.
-La señora no habrá tenido tiempo. Ella pensaba traer un cordero del pueblo, para no matar uno del plantel.
-¿Y de qué tuvo tiempo la señora?
-Eso son cosas suyas.
-Mejor es no prometer, que prometer y no cumplir. La señora prometió y no cumplió -dice el Pollo mientras sale de la cabina.
-Vas a tener que disculparte. Y al cordero te lo voy a descontar del jornal.
-Si me disculpo, me le voy a tener que acercar. Y eso a la señora no le gusta -dice mientras apaga el cigarrillo contra el guardabarros oxidado.
-A mí qué carajo me importa -dice Claudio.
-Mirando bien, la que tendría que disculparse es la señora.
La impertinencia del Pollo le colma la paciencia a Claudio. El grito de un pavo parece darle el impulso necesario para descargar su furia. Sin decir ni esperar nada más, lo toma al Pollo del cuello y lo levanta en peso. El Pollo es más liviano y un poco más bajo que Claudio. Mientras lo cogotea, los ojos del Pollo buscan con dificultad los de Claudio, tratando de entender la situación. El Pollo se aferra a las muñecas macizas de Claudio, busca soliviar el peso de su cuerpo para evitar la asfixia. Luego atenaza con las piernas la cintura del capataz y trata de bloquearlo. Claudio siente el hálito caliente de la respiración entrecortada del Pollo mientras le hunde los pulgares en el hueco que une el cuello con la mandíbula. También siente los riñones aguijoneados por los talones del otro, sus piernas flexibles que se le aferran, como a la grupa de un potro, y le hacen perder el equilibrio. Cuando el Pollo parece estar a punto de ahogarse, acierta una patada en las verijas de Claudio y logra que lo suelte. Mientras Claudio se retuerce, el Pollo se acomoda la mandíbula y recupera el aliento.
El silencio es apenas interrumpido por el lejano sonido del festejo, que llega desde la casa de los peones.
-¿No ibas a ser el padrino, vos? -dice el Pollo.
-No pude porque la señora no me dejó hacer el curso.
-Además de alcahuete, sos falluto. Y encima, querés que me disculpe.
Claudio lo mira resignado.
-Decile a tu patrona que en tres o cuatro días, a más tardar una semana, le entrego la tropilla bien mansita -dice el Pollo-. Y que se quede tranquila, que ese mismo día me mando a mudar.
El Pollo comienza a caminar hacia la casa de los peones, pero da unos pasos y se detiene. Se da vuelta para mirar a Claudio. Mientras se soba el cuello, que todavía le duele, le dice:
-En cuanto a lo de descontarme el cordero del jornal, hacé como te parezca.