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Escuchala en la voz de Diego Jiménez

“…Pero hagamos nombres. Historia de 20 años. Duhalde, que era vicepresidente de Menem, lo manda Menem a gobernador. Ruckauf era vicepresidente de Menem y lo manda Menem a gobernador. Scioli era vicepresidente de Kirchner y lo manda Kirchner a gobernador. María Eugenia Vidal era vicejefa de Gobierno de Macri y la manda Macri a gobernadora. Y Kicillof era ministro de Economía de Cristina y lo manda Cristina a gobernador. De todos esos que mencioné, seis, el único bonaerense fue el primero, Duhalde, todos los demás fueron porteños, que ejercían cargos de representación electos por los porteños. Y pasaron de ahí a gobernar la Provincia de Buenos Aires. Hay un problemita ahí, porque estas cosas no le pasan a Córdoba, a Santa Fe o a Neuquén…”, decía el analista y politólogo Andrés Malamud a el DiarioAr el 20 de junio de este año. Sin mencionar, agregamos a modo de ejemplo, los intentos fallidos o amagues de otros dirigentes de la Capital del país, con intenciones de mudarse al distrito vecino: por ejemplo Carrió, que por otro lado es chaqueña. O Diego Santilli, que de vicejefe de Gobierno porteño paso a precandidato a diputado nacional por la provincia. 
Una constante, que no suscita reacción de la política (ni de la población) bonaerense que observa impávida las decisiones de marketing tomadas en alguna oficina porteña, en donde se elucubra una estrategia electoral, mal llamada nacional. Al menos, en lo que se refiere a nuestro territorio. Un distrito diseccionado: en un área metropolitana (ya casi una sustracción de identidad asumida), conformada por los tres cordones que conforman el Gran Buenos Aires más la Capital de la nación. Unos veinticuatro municipios en total. Claro, luego hay otros 111, pero salvo los más grandes: La Plata, Mar del Plata y Bahía Blanca, no cuentan mucho en la estrategia electoral de la ciudad-puerto. 
La pregunta obvia es ¿cómo gobernar algo que no se conoce? Sobre todo, un distrito que tiene más de dieciocho millones de habitantes (casi el 39% de la población total del país) y es el más grande en superficie de la República. Un interrogante que supondría otra circunstancia evidente: quien gobierna debe tener siempre una idea clara de hacía donde quiere ir, basada en el conocimiento del territorio, la población y las particularidades de la porción del país que desea administrar o representar. 
Se trata de un problema de vieja data. Del Ciglo XIX, cuando antes de la federalización de la ciudad de Buenos Aires en 1880 y de la fundación de La Plata en 1882, gobernador y presidente, convivían incómodamente. Pero no por tener costumbres o hábitos personales diferentes. La molestia estaba ocasionada por disputas de dinero, el de la Aduana del Puerto, caja mayor del país y nutrida en gran medida por la riqueza agropecuaria bonaerense.
Autonomistas y nacionales, sostenían una enemistad verbal y militar. Forjada por quienes deseaban influir al resto del país con sus ideas liberales conservadoras, los nacionales, y por quienes defendían los intereses de la provincia más importante, los autonomistas. Liberales conservadores al fin, también. Todo entremezclado con la centenaria disputa entre centralistas y federales. Pero, pasado en limpio y abreviado, el problema proviene desde aquellos años. 
Luego, en el siglo XXI, nuestra provincia pasó a ser un botín electoral, en especial su porción territorial que conforma la llamada área metropolitana. Allí se define la lucha electoral. No importan sus niveles de indigencia o pobreza ya estructurales y escandalosos, sus problemas ambientales, como tampoco su retraso socio económico. Importan los votos. Nuestra provincia se ha convertido en un distrito dividido, en donde su mayoría territorial, reúne poca población en comparación con la anterior, más pequeña y poblada. Por ende, carece de importancia en términos electorales, que parece ser lo que más le importa a la arquitectura política. 
Una tierra prometida, el primer Estado Argentino, en donde porteños desembarcan para consolidar o desarrollar su carrera política y para captar más votos al servicio de un diseño de campaña política que responde a visiones o interpretaciones desconectadas de la desventurada realidad provincial. Un unitarismo de nuevo cuño, cuya evitación solo será posible, con la afirmación de una identidad provincial que hoy por hoy parece débil. Por otra parte, una reforma en el modo de elección de sus diputados y diputadas nacionales es, en este sendero, algo imprescindible. Las listas “sábana” son funcionales a ese esquema centralizado. 
Una mirada sobre la provincia más direccionada hacia sus objetivos particulares debe recrearse de manera urgente. Esto último, quizá sea uno de los primeros pasos que haya que dar para remover sus antiguas y cada día más severas dificultades. 
Una invasión puntual y calculada, la porteña, quirúrgica, que se produce cada dos años, pero que limita a Buenos Aires en la posibilidad de defender sus intereses como distrito y abordar sus problemas autónomamente, en armonía o en discusión, con los de los otros estados provinciales. No es un tema menor aunque el escaso murmullo que produce parezca indicar lo contrario. 
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