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Tres Arroyos, JUEVES 28.03.2024
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Un terroncito de azúcar

Por Ana Conti


Esta historia, que es personal, ocurrió hace muchos años, pero la nitidez con que recuerdo algunos hechos, conversaciones, miradas y gestos podría decir que fue ayer, aunque creo que corrían los años 60.
Mi infancia transcurría en un paraje llamado La Sortija, una estación de campo donde todos los días eran iguales. Se sucedían sin que nada relevante o destacable alterase la calma que reinaba. Todas las semanas una locomotora negra, inmensa, pesada, pasaba arrastrando una larga fila de vagones. Se detenía el tiempo suficiente para descargar mercancías, diarios, pan, frutas, verduras y permitir el descenso de algún pasajero en el andén de la gallarda estación que se erguía hermosa en medio de la nada en que estaba inmersa. Como parte del paisaje cotidiano desfilaban, por la única calle, algún sulky y muchos camiones cargados de bolsas con cereal, que levantaban una espesa nube terrosa que se colaba en los ojos, las gargantas y las viviendas. Muy de vez en cuando alguna caravana de gitanos llegaba y se instalaba a pocos metros de nuestra casa, desplegando sus carpas, sus cantos, sus costumbres, sus vestimentas. Ellos rompían totalmente la monotonía y se convertían en tema de conversación. 
Un buen día esa calma chicha pareció romperse.
Los diarios y la radio a transistor, que lucía ufana sobre una repisa, en la cocina, hablaban de un virus que atacaba a los niños.
Los matrimonios amigos de mis padres que solían venir por las noches a cenar, cambiaron las charlas banales y las risas por noticias terribles y gestos adustos. La preocupación y el miedo se habían filtrado dentro de nuestro mundo familiar y social. 
¿Qué pasaba? Un brote de poliomielitis azotaba Buenos Aires, Mar del Plata y otros puntos de nuestro país. Pocos eran los datos conocidos sobre esa enfermedad que atacaba en su mayoría niños entre cuatro y quince años. ¿Cómo se trasmitía? ¿Dónde? ¿De qué manera? ¿Cuáles eran los cuidados que había que tomar? En general nadie sabía nada. Lo único real y concreto eran las imágenes que comenzaban a aparecer en periódicos y revistas, de niños con muletas, aparatos ortopédicos en sus piernas y otros en sillas de ruedas. Rápidamente todo el mundo tenía algún familiar, amigo o conocido que padecía la enfermedad. 
La sociedad comenzó a tomar medidas paliativas y muchas por “ las dudas”. Mamá muy preocupada, confeccionó unas bolsitas pequeñas del tamaño de una pastilla cuadrada de alcanfor. Esa bolsita mi hermana y yo la llevábamos prendida con un alfiler en nuestra camiseta de algodón blanco radiante. Así olorosas íbamos por la vida, sin osar protestar o decir que no la queríamos, porque la cara de mi madre y la severidad de su gesto no daba lugar a la rebelión. Otro detalle a tener en cuenta es que una pesada olla color azul vivía sobre el fuego llena de agua con hojas de eucalipto en constante ebullición. Esta “poción mágica” impregnaba con vahos balsámicos nuestra casa, nuestras ropas y nuestras vidas. Como nada parecía suficiente, papá traía del almacén de ramos generales que teníamos, unas latitas con un producto llamado acaroína. Este desinfectante de olor característico y distinguible a distancia, lo esparcían por afuera, alrededor de la casa como medida de higiene y desinfección. Y… como broche de oro la lavandina!! que mamá usaba por litros. 
En estos tiempos de olores profundos, intensos y fuertes, la escuela que era nuestro universo de juegos, de aprendizajes, de recreos compartidos con otros quince chicos de diferentes edades, distribuidos en sólo dos salones, estaba cerrada ! Las clases no iban a comenzar hasta finales de otoño. No había zoom. No había virtualidad. ¿Y qué pasó? Nada. Igual terminé la primaria la secundaria y posteriormente me recibí de profesora.
Hoy , mirando hacia atrás, comparando esos tiempos con lo que nos toca vivir, pienso el terror que habrán tenido mis padres, jóvenes, solos, en medio del campo, sin su familia cerca, sin la voz de una madre para calmar sus temores, sus angustias , sus desvelos, a sesenta kilómetros de Tres Arroyos, el doctor más cercano, el Dr Madueño, en De la Garma a treinta kilómetros, todos caminos de tierra, que por lógica no eran como los de hoy, con vehículos que tampoco tenían el confort actual ni ellos tampoco el poder adquisitivo para un cero kilómetro. 

Es famosa la respuesta del Dr. Salk: “Claro que no habrá patente. ¿Acaso se podría patentar el sol?”.

Mis padres apelaban a la intuición y no escapaban a las generales de la ley, estaban sumidos en el desamparo que había cubierto el país.
Aún sin contar con la inmediatez actual de los datos, todos los días llegaban noticias estadísticas de los niños que morían, de los que contraían el virus y de los que se recuperaban en A.L.P.I o CERENIL. 
Un día llegó una noticia. Alguien había descubierto una vacuna. No obstante ellos sabían que esa solución estaba muy distante. Era el mismo miedo, los mismos cuidados con una lucecita que brillaba tenue muy a lo lejos. 
Finalmente llegó a la Argentina la vacuna descubierta por Jonas Edward Salk. Si bien fue una campaña sin precedente, aún faltaba tiempo para calmar la ansiedad de mis padres. La magia se produjo cuando las gotitas amargas fueron puestas en el terroncito de azúcar.
Había llegado la “vacuna Sabín”. 
Y ahí sí fuimos vacunadas en la escuela. La señorita nos ponía dos gotitas en el azúcar, el bajo costo, la facilidad de la administración y la alegría con que los niños abríamos la boca fue el inicio de la extinción de la enfermedad. No existían los cantos de sirena actuales y mamá no se peguntó si era rusa, china o japonesa.
Albert Bruce Sabin, cuyo apellido verdadero era Saperstein, descubrió la vacuna que cambiaría el rumbo de nuestras vidas y del mundo. 
Ambos científicos rechazaron patentar sus vacunas. Es famosa la respuesta del Dr. Salk, cuando le preguntaron si iba a patentar su descubrimiento, a lo que respondió de manera categórica: “Claro que no habrá patente. ¿Acaso se podría patentar el sol?”.
La ética de Salk y Sabin hoy nos interpela. 
“El acceso a las vacunas es una prioridad moral pero también de supervivencia, es una prioridad de la raza humana como especie”. 

Ana Conti

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