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Tres Arroyos, JUEVES 28.03.2024
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El bosque encantado

Por Valentina Pereyra 

Producción fotográfica: Marianela Hut 

La historia que se cuenta está basada en un hecho real, ficcionado para esta publicación. 
En la canchita del potrero del Barrio el Bosque los equipos de los “Mugreboy” y “Los Villalatita” empatan seis a seis en el partido que empezó a la una de la tarde. Ya son las cinco, el que convierte el gol gana el clásico barrial. 
Tiene la pelota “Cachuza Cabrera”, la juega para Derecho que la pone atrás para “El Negro” Minor, le va a pegar Minor, no se decide todavía, la pone para el “Panza” Vega. Le va a pegar, el “Panza” y… ¡Golazoooo! ¡Goool de Villalatita! “El Panza” la colgó del ángulo, un golazo justo cuando se cae la tarde. “El Pato” en el arco de los “Mugreboys”, manos en jarra, levanta la cabeza y busca la explicación en el cielo, pero no lo ve, lo encandila el sol. Termina el partido, siete a seis que marca el triunfo de los pibes de “Villalatita” del Barrio del Bosque. 
Un balde de cinco litros con agua que el padre de Cachuza Cabrea dejó sobre la línea central es el trofeo más preciado después de cuatro horas de juego. Con la lengua seca y a los empujones hunden las manos en forma de cuenco adentro del recipiente y toman. 
El Pato es el último en llegar al medio del potrero, camina lento, con la pera pegada al pecho. Es el que escucha los alaridos, cree que son los jugadores. Ya se agarraron otra vez, ‘“el habilidoso” Muñíz no se la va a perdonar al “Panza”’, dice.
-Ayuden, ayuden, escucha. 
El sol quema, ruge, sofoca, abraza, toca. Abajo del puente Faraónico, en el rancho que es más de barro que de chapa viven los Tolosa. Esos sí que nacieron abajo del puente, dice el Pato cada vez que los ve. El “Panza” es el mayor de los hermanos y estrella de su equipo. A la una tiene que estar en el potrero del Barrio Municipal así que cerca de las 11 enfila para la cancha y junta a la pasada al resto del equipo.
El potrero está a tres cuadras del puente Faraónico, en el corazón del Barrio El Bosque, el fondo da al primer brazo de los tres arroyos que lo bordea. Un alambre separa la improvisada cancha de su margen izquierda. 
Van cayendo por grupos, llegan los de la banda del “Titi”, después los de “Carrasco” y del Barrio del Matadero los de “Leónidas”, fanáticos de los Mugreboys. Unos troncos apilados al costado del terreno sirven de apoyaderos hasta que empiece el partido.
Los pibes más chicos patean piedritas y corren entre los cardos que levantan su cabeza entre el alambre y el arroyo. El Cachito anda con la honda, se entretiene cazando pajaritos, todavía falta para que empiece a rodar la pelota. El Bagre -le dicen así porque le gusta la pesca- que tiene once años y del grupo de los más chicos es el más grande, le hace una seña al Gilette y saltan el alambrado. 
-¿A dónde vas? , dice Cachito 
-¡Dale, vení, vamos al agua hasta que empiecen! 
El alambre destartalado no ofrece resistencia, lo saltan y con la cola pegada a los yuyales bajan por la barraca hasta el arroyo. Las alpargatas del Bagre se hunden en el barro pegajoso y lo ayudan a frenar. Cachito y Gilette se trancan con el cuerpo del primero y en cuatro patas se incorporan. Los tres se anudan las remeras en la cabeza y buscan el árbol que tiró la última tormenta, están seguros que si se agarran bien les va a servir de puente para pasar al otro lado.

El agua que separa el potrero del bosque encantado

El bosque los espera, los mira, les muestra el camino. 
Cachito desenfunda la honda por si aparece algún chimango desprevenido, a los loros los perdona porque a esta hora se confunden con las hojas de los eucaliptos y son difíciles para cazar. El Bagre ya encontró el árbol, las ramas casi tocan la otra orilla, así que si se estira bien las alcanza. 
Arman una cadena humana, el Bagre logra tocar apenas una de las ramas, pero suficiente para traerla hacia él y colgarse. El agua le roza las patas, se sacude y las revolea para montar al árbol. Estira la mano para agarrar al Gilette que quedó con medio cuerpo en el agua. Atrás sube Cachito con la ayuda de las cuatro manos que ya subieron a la enramada. 
Gatean por el follaje que renace con el sol y las gotas que lo salpican cuando el viento revolea el agua contra las rocas más puntiagudas que sobresalen del lecho del arroyo.
Llegan al bosque, raspados y sudorosos, ninguno dice: Tuve miedo. Eso no se dice en el barrio. 
En la primera línea de acacias doblan el lomo y jadean en buscan de aire fresco. Se incorporan y empujan las hiedras que envuelven a otros árboles caídos, en el hueco que forman con los troncos encuentran la sombra que los alivia. 
El Bagre enfila para el cañaveral, se abraza de una vara y tira fuerte hacia arriba hasta que la zafa de la tierra. Esta es mi caña, dice. Tiene una nueva misión, encontrar algo para atar la lombriz que buscará en el fondo de algún pocito cerca de los eucaliptos. 
Los tres se hunden en el bosque. Encuentran huellas bien marcadas, caminitos por los que pueden andar sin pincharse las patas. Los tres están descalzos, en el cruce perdieron las alpargatas, mejor dicho, las dejaron a secar sobre una roca, para la vuelta. 
No corren, caminan despacio. No hablan, van atentos. Cachito encuentra unos hongos blancuzcos entre los yuyos, le gusta la forma que tienen y los agarra. “Se comen”, le dice el Bagre. 

“Cachito encuentra unos hongos blancuzcos entre los yuyos, le gusta la forma que tienen y los agarra”

Gillette pega un grito, quiso agarrar una araña que teje en las hojas de una planta de frambuesas y se pincha. Pero como la curiosidad puede más que su dolor se tira de panza para mirar bien de cerca a los hilos de la tela. 
Cachito prepara varias veces la honda pero las piedritas salen locas para todos lados y no escucha ningún chillido, sólo golpecitos silenciosos entre las hojas. 
Se cruzan con enredaderas y trastabillan. Encuentran un tronco enorme que tiene un diámetro tres veces la altura de cada uno de ellos. “Hay que subirse, desde arriba vamos a poder ver el partido”, dice Cachito. Usan las raíces enormes y enmarañadas que sirven de escalones y con destreza de gato alcanzan la cima de la base del tronco caído. Van y vienen entre hidras, hojas, plumas y babosas. Miran hacia el potrero, por ahora, solo amontonamiento y polvo. 
Cachito es el primero que la ve. 
-Miren, dice. De ahí podemos saltar.
Empuja a sus amigos y baja por donde subió, esta vez calza sus dedos entre las raíces duras y filosas. No le duele.
El Bagre los ve primero. 
-Miren, dice. Son muchos. Empuja a Gillette y también baja.
Gillette gira con todo el cuerpo para tratar de ver algo, escucha las pisadas apuradas de los otros dos y decide seguirlos. 
Cachito ya está parado en la punta de la barranca al lado del eucaliptus que la sostiene. El destino es ladino, no tiene que pasar, pero pasa.
Se tenían que quedar en el partido, no tenían que cruzar el arroyo, pero pasa. 
Una cadena gruesa de eslabones reforzados sostiene una goma de auto que como péndulo baila al compás de la brisa. Los yuyos de la margen opuesta se despeinan con el viento, en el bosque todo es calma. 

“Una cadena gruesa de eslabones reforzados sostiene una goma de auto que como péndulo baila al compás de la brisa”

El Bagre sabe quién marco las huellas en el terreno, ahora sabe por qué esos caminitos van y vienen descontrolados por todo el terreno. 
Gillette se sienta entre las retamas, está cansado y el calor lo tiene a mal traer. Suda, suda como nunca. Se seca la cara con la remera que tiene atada de pañuelo, la apoya en la gramilla y le parece buena idea inclinarse sobre ella con la cabeza a la sombra. 
Hay cosas que no tienen que pasar, que son del destino. 
Cachito alcanza la goma con un palo que encontró tirado, lo pasa por el centro y la mece hacia él.
Bagre se saca los abrojos que se le metieron entre los dedos de los pies y sigue a las chuequeadas por la huella. 

“Encuentran huellas bien marcadas, caminitos por los que pueden andar sin pincharse las patas”

Atrás de las enredaderas que montan con éxito una palmera se asoman dos caballos, uno blanco, como el de los cuentos y el otro, zaino. 
-Ayuda, ayuda, escucha Pato.
El partido los dejó exhaustos, tirados entre los yuyos raleados que rodean la cancha. Toman aire para salir cada uno para su rancho, victoriosos y derrotados. 
Pato sigue en el medio de la cancha, solo, como un poste erguido entre las llamaradas de viento que empuja la tarde hacia el horizonte. 
-Es el Cachito, no sale. 
Pato es vecino de la mamá del chico. Trabaja en la cocina del hospital, dice.
-Si vos la conoces, andá, se lo tenés que decir, le ordenan sus compañeros después de escuchar a los dos pibes que llegan del lado del arroyo. 
El Pato monta la bicicleta que dejó a la sombra de un tamarisco y así como está, traspirado y colorado pedalea por la avenida de los gitanos rumbo al hospital con las pocas fuerzas que le quedan. Tira todo el cuerpo para adelante para resistir mejor al viento. Cuando llega se baja y tira la bici en las escalinatas del hospital. Le tiemblan las piernas. Se apoya en la baranda que conduce hasta la puerta de emergencias y se sienta despacio.
-¿Te pasa algo pibe?, dice un hombre de guardapolvo blanco que fuma un cigarrillo cerca suyo. 
-Busco a La Marta, de cocina.
        
El hombre apaga el pucho y dice: “Preguntá en la entrada, no la conozco”. 
El Pato se sacude con las dos manos la cola y con la derecha apoyada en la baranda se para, entre y pregunta por la Marta, la madre del Cachito. Le indican que la cocina está al final del pasillo y lo encara. 
Gillette sigue en el suelo, aspira el aroma de la grama húmeda que sobrevive debajo de las retamas. Quiere pararse pero lo vence el sueño. Si se queda con el Cachito puede gritar, pero no pasa. 
Bagre se acerca despacio a los caballos, son mansos. “Viven acá”, pensó. Estoy seguro. Sabe también que los caminitos los marcan de tanto buscar comida. “Si no son de nadie me los llevo”, dice en voz baja. Busca una ramita con mucho follaje y la extiende hacia el hocico del caballo blanco, lo conquista con la comida y enseguida lo tiene a tiro. Se sube a otro tronco tirado, abundan de esos por todo el bosque, y revolea la pata con destreza, igual que trepó el árbol para cruzar el arroyo. El caballo corcovea y sale al galope desbocado. Bagre se agarra de las crines y apoya su pecho al cuello del animal que enfila para el arroyo. 
Cachito tiene en una mano el palo con el que consiguió acercar la goma que se mece sobre el agua del arroyo. Se acuerda que su hermano le contó que hay que tener cuidado con los remansos, son engañosos, no se sabe dónde está el fondo. 
Logra agarrarse con las dos manos y pasa medio cuerpo entre la goma que cuelga de una cadena que cuelga del eucaliptus. Boca abajo el arroyo se ve verde, se mueve más fuerte, se hamaca con todo lo que su cuerpo puede empujar. Boca abajo se ven las piedras y las algas. ¿Qué habrá en el fondo? 
Gillette escucha los relinchos y se sienta como resorte. Todavía dormido le parece que se le viene encima un caballo. “¿Caballo?” Dice. “Debo estar soñando”. 
Pato cruza el pasillo de la guardia, dobla a la izquierda y se va por el laboratorio que desemboca justo en la cocina. Escucha sus pasos, el galope de su corazón.
-Marta, salí, te busca un chico, dice una enfermera a la que le preguntó por la madre del Cachito.
Una mujer castigada por la pobreza, se refriega las manos rojas de sabañones contra el delantal y lo mira. Pato no tiene que estar ahí, los chicos tienen que estar en la cancha, no en el bosque. El destino es mezquino.
El caballo blanco podría levantar vuelo si no fuera porque golpea fuerte contra la tierra y los pastos muertos en otra galopeada. El Bagre lo abraza fuerte, tanto que el animal tira la cabeza para atrás y el chico se ladea en el movimiento, pero no cae. El cuero negro del chico reluce en el lomo blanco inmaculado del caballo. Gilette los ve pasar, mira. No va a pasar, piensa. Pero pasa. 

“Atrás de las enredaderas que montan con éxito una palmera se asoman dos caballos, uno blanco, como el de los cuentos y el otro, zaino”

El fango gomoso, las algas, el viento y el calor le devuelven al Bagre los sentidos, adelante suyo el Cachito se hamaca. Sólo tiene que tirarse del caballo o apretarle las crines para atrás. Elige seguir, a la carrera el calor parece más húmedo, las manos le traspiran, no va a durar mucho ahí arriba. Sabe que el caballo va a frenar. Cerca del borde donde se hamaca su amigo se prepara. Estira las piernas hacia adelante como lanzas, apunta y descarga todo su peso contra el cuerpo de su amigo que se hamaca colgado boca abajo. 
Cachito se empuja con las piernas, las apoya contra el tronco del árbol y se impulsa. Parece que vuela, “es mejor que ser loro”, piensa. Abre los brazos, mueve hacia abajo el cuerpo y gira, gira, gira. No sabe qué lo golpea, siente el ruido seco de los cascos que se agarran a la tierra suelta cerca de la orilla. Vuela. 
El destino es ladino. Las algas lo sujetan hasta que resbala. 
El Bagre levanta su torso desnudo y traspirado del caballo. Mira hacia la hamaca, la goma se zarandea. Sola. 
La Marta mira al Pato, el Pato agacha la cabeza y dice: “Mire, no se asuste, venga, vamos para su casa, pasó algo pero no se asuste, tiene que venir”. 
-Yo la llevo, dice la misma enfermera que lo condujo hasta la cocina.
El Pato recorre el mismo laberinto, vuelve a montar su bicicleta y sale al galope de sus palpitaciones. 
Gillette corre hasta el borde, trata de bajar por la barranca y se resbala. Se sujeta de una rama del árbol que sirve de puente. Hunde los dedos de sus manos en el barro y con los pies se impulsa hacia adelante hasta alcanzar el tronco, gatea sin mirar atrás, no lo ve, quiere ayudar. Pero no pasa. 
El golpe sacude al Bagre que se inclina hacia atrás y rebota contra el anca del caballo. Se tira y corre hacia la barranca. Mira, no ve. Baja hasta la orilla, revuelve con un palo las algas, pero se resbala. Sigue atrás de Gillette, alcanza el tronco y corre entre las ramas hasta la orilla que da al potrero. 
Al final del partido el polvo y los cardos chillan como los jugadores y las hinchadas que se propinan todo tipo de puteadas.
El Pato está parado como zombi en el medio de la cancha. 
-Ayuda, ayuda, se cayó, no lo vemos.  
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