Opinión

Por Juan Francisco Risso

Libro de Manuel

29|11|20 09:11 hs.


Los traductores suelen ser vilipendiados, llegándose a considerarlos traidores, nada menos. En efecto, en Italia suele decirse “traduttore, traditore”. Pero aquí podría aplicarse, sin embargo, el dicho campestre “hay que estar”. Vean ustedes.

En 1973 Cortázar escribió Libro de Manuel. Título que no nos cuadraba demasiado, pero que juzgábamos como otra genialidad de Cortázar, por supuesto. La población se dividía entre quienes habían leído Libro de Manuel, y quienes –pobrecillos- no. Así era la exquisitez en los setentas. Versión original en francés.

Un día que me aburría en el habitáculo de un Citroen importado (calcule años 80), de puro aburrido, chusma o lo que vd. quiera, abrí la guantera y hallé un libro de pequeño formato. Tenía el emblema de Citroen, y debajo la leyenda Livre de Manuel. El manual del auto, digamos.

Ajajá… todo era un juego de palabras, me dije. Y pensé: pobres traductores. Un trabajo para quedar mal. Yo tampoco imagino cómo rescatar la gracia del juego de palabras. La versión en lengua inglesa era un poquitín más ingeniosa: Manual for Manuel. Recordemos sin embargo que la última palabra siempre la tiene el editor. Al mismísimo Sartre le retitularon su ¿primer? libro. El joven Jean Paul no lo había titulado La Náusea. Para nada. Es una zona donde el arte y el negocio se tocan. Aún recuerdo con gratitud a quien me quitó la venda de los ojos. Era un Citroen de color gris, de los medianos. De esos que suben y bajan la suspensión. Él me hizo el guiño. Quizá guió mi mano a la gaveta. Cuando regresó mi amigo y se sentó al volante yo simulé que nada había pasado. La guantera estaba cerrada, tal como él la dejara.

Recordemos también que a esa altura Cortázar ya había escrito esa pequeña gran maravilla, su Historias de Cronopios y de Famas. Tiene –sabrán- varias secciones. La llamada Manual de Instrucciones empieza así: “La tarea de ablandar el ladrillo todos los días, la tarea de abrirse paso entre la masa pegajosa que se proclama mundo, cada mañana topar con el paralelepípedo de nombre repugnante, con la satisfacción perruna de que todo esté en su sitio, la misma mujer al lado, los mismos zapatos, el mismo sabor de la misma pasta dentífrica, la misma tristeza de las casas de enfrente, del sucio tablero de ventanas de tiempo con su cartel Hotel de Belgique”.

“(…) Apretar una cucharita entre los dedos y sentir su latido de metal, su advertencia sospechosa. Cómo duele negar una cucharita, negar una puerta, negar todo lo que el hábito lame hasta darle suavidad satisfactoria. Tanto más simple aceptar la fácil solicitud de la cuchara, emplearla para revolver el café”.

“Y no que esté mal si las cosas nos encuentran otra vez cada día y son las mismas. Que a nuestro lado haya la misma mujer, el mismo reloj, y que la novela abierta sobre la mesa eche a andar otra vez en la bicicleta de nuestros anteojos, ¿por qué estaría mal? …”.

Instintivamente pensé: “La vida según Cortázar”. Pero desde otra región de mi cerebro escuché una voz atronadora, la mismísima voz de Dios: “Hay que ser pelotudo para querer enmendarle la plana a Cortázar”. Así como los creyentes veneran íconos -pinturas, esculturas- de sus deidades, mi imaginación recurre a la película Los Diez Mandamientos, con Charlton Heston. Allí hay un dios que no llega a verse, pero que habla con voz atronadora. Y por medio de un rayo esculpe los mandamientos en dos tablas de mármol. Por ejemplo: “No codiciar la mujer de tu prójimo”. Cosas así. Buenos deseos. 

Por cierto, algunas personas nacen pensando en la jubilación. En realidad, a ese desolador panorama que nos pinta Cortázar… se puede escapar. Empezaré por lo más difícil: la bicicleta de nuestros anteojos. El autor imagina que el hombre… necesita anteojos. Pues días pasados cumplí seis-ocho y jamás usé anteojos. Tráigame un encendedor Bic y le leo las instrucciones. Al reloj lo perdí dentro de mi casa y no lo pude hallar. Por veces he escuchado su pitido, que viene del lado del placard, y allí estaba yo, hurgando en bolsillos, pero nada. Está cerca de mí, pero no me ofende con su presencia. Diría que nos desafiamos. Y temo que se haya agotado su pila. Creo que prefiero no hallarlo. 

Lo de la cucharita de revolver café, tampoco: no tomo café. En cuanto a la misma mujer, ellas mismas se encargaron de la solución. Todas, una tras otra, me aplicaron un puntapié en el trasero. Con el empeine, como para que cayera yo bien lejos, y se me borraran las ideas de un –digamos- retorno. En cuanto a ese libro abierto sobre la mesa, en mi caso es –precisamente- Historias de Cronopios y de Famas. A fuerza de verlo se me ocurrieron estos mediocres comentarios. Para mí, todas esas cosillas que describe Cortázar están a la vuelta de la esquina. Pero no me producen un miedo cerval.

Pero aquí, en mi ciudad, un médico ya fallecido escribió esto: “Qué es la vida / sino un alarido / entre dos silencios”. Era el doctor Rubén Caro, si mal no recuerdo. Y eso sí me da miedo.