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El Diego que yo conocí

A mí se me hace cuento que murió Maradona… 

Parafraseando a Borges, otro ícono de la Argentina -en este caso cultural- se me antoja más fácil expresar esa sensación tan extraña de intentar decir algo por la muerte de alguien lisa y llanamente inmortal. Es que mientras haya un chico que elija como juguete principal una pelota, mientras en algún potrero haya ruido a picado, mientras en algún lugar de la tierra un grito de gol sea sinónimo de júbilo, mientras el fútbol sea canto de integración, desahogo de tristezas cotidianas, pasión de pueblo, ilusión sin clases, “el Diego” estará presente. Cómo puede desaparecer de este mundo, si cada vez que uno observe una camiseta argentina con la 10 en la espalda, por lógica consecuencia va a aparecer una cabeza morena y enrulada sobre su escote. Porque nunca nadie la vistió como él, ni la hizo tan grande, tan espectacular, tan ganadora en el amplísimo sentido de la palabra.

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Había pasado la epopeya de México y ya hacía bastante que aquí, a lo lejos, se nos ocurría que quienes otrora hacían la vista gorda a sus debilidades se empeñaban en resaltarlas, quizás para cobrarle alguna “factura” impaga, o vaya uno a saber por qué motivos. Lo cierto es que, castigado por consumir sustancias prohibidas, se acaba su rutilante paso por el Nápoli y mientas espera que expire la sanción busca un lugar tranquilo para descansar. ¡Viene a Marisol! Difícil confirmar la especie, toda vez que nadie abria la boca en la localidad vecina a pedido del entorno de Diego. Pero el 10 llegó y fue conmoción. Era febrero del 92. 
El mismísimo director del diario, Antonio Modesto Maciel, condujo la camioneta en el caluroso mediodía. En el camino pergeñamos algún plan para el abordaje, porque en la previa fue imposible que alguien nos hiciera el contacto. El ídolo no quería ni ver a un periodista y la gente de Marisol estaba dispuesta a cumplir su deseo. Se suponía que Maradona y su gente almorzarían en la sede del club tras una mañana de arena, mar y río. 

Con Diego Maradona, en El Rancho de Chichí. Héctor Ricardo “Popi” Guido, Alberto Maciel, Hugo Aranegui, Mario Ceriani, Néstor Fiorda, Oscar Rossi, Jorge y Cacho Rucci

Poco más allá de las 13 apareció un sonriente y locuaz Diego seguido de su gente. Ocuparon una gran mesa y se dispusieron al almuerzo. Pese a algunas miradas hoscas me acerqué al hombre tratando de no pensar en quien tenía delante. Traté de explicarle que para nosotros, para el diario, era indispensable su palabra… Me miró y con una sonrisa amistosa me dijo “mirá flaco, no quiero notas y ya rechacé a periodistas amigos, pero sentate a comer conmigo y que tu fotógrafo haga las fotos que se le ocurra. Si querés, poné que estoy bien, con mi familia, disfrutando de este paraíso”. 
No hizo falta mucho más para cumplir con mi trabajo, me quedó el recuerdo del mejor jugador del mundo despidiéndonos con el brazo en alto, luego de que tanto él como su familia posaran decenas de veces ante la cámara de Raúl Alberto, a pedido de ellos mismos.
Después volví a encontrarlo en la cancha de El Nacional, donde a estadio repleto jugó el recordado partido a beneficio, y por último en El Rancho de Chichí, en la multitudinaria cena donde atendió al periodismo, firmó mil autógrafos y hasta cantó el tango “Cucucita”.
Sin dudas, uno de los más trascendentes momentos para el fútbol regional. Fue cuando el Dios del fútbol se dio una vueltita entre nosotros. 
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Después, Diego siguió siendo Diego, con sus riquezas y sus miserias. Siempre atado al deporte que le dio todo a cambio de todo, primero cómo jugador, y hasta el final como técnico. Nunca intrascendente. Siempre a cara o cruz, así en la cancha como en la vida. Hasta que ayer, el Supremo decidió darle descanso. Es que su físico, privilegiado cuando joven y hoy maltrecho, quizás ya no podía contener más a esa alma épica, inclaudicable, luchadora hasta el misticismo, generadora de idolatría sin par. Por eso, llora el fútbol, llora la pelota, esa que no se mancha. Y cómo no va a llorar (la pelota) si se le fue su mejor amigo de todos los tiempos, quien mejor la trató por siempre. Su dueño eterno: El 10.
A mí se me hace cuento…     
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