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Los guerreros del pan

“Me parece mentira que pasaron 50 años, se me han ido volando porque estuve ocupado siempre”, dice Ismael parado atrás del mostrador mientras abraza a su querida Mabel. La foto es celebrada por las empleadas que se corrieron de la escena para dejarle todo el protagonismo al matrimonio. 

En definitiva, ellos dos fueron los que arrancaron la historia.
Y esa historia, que es la relación entre la familia Guerrero y la panadería, en este 2018 está escribiendo un capítulo relevante: el 1° de abril se cumplieron 50 años de que Ismael se hiciera cargo de la “Rivadavia”, mientras que el reciente 18 de agosto se celebraron los 45 años desde que le sumaron el rubro confitería negocio. 

Una imagen del salón de la “Rivadavia” en 1971, antes de la remodelación y de que le incorporan el rubro de confitería

El negocio recién remodelado, en abril de 1973

Este último acontecimiento, sucedido en 1973, coincidió con la remodelación y la reinauguración del edificio, que adquirió la fachada que ostenta en la actualidad. “Eso tuvo que ver con que los primeros cinco años yo alquilaba la propiedad, ese año pude comprarla y decidí remodelarla toda. Antes era un rancho”, recuerda Ismael.

El inicio 
Sentado en una pequeña oficina junto al salón de ventas, el ex concejal peronista junto a su hijo Horacio, a cargo de la panadería desde 2001, se anima a realizar una apretada síntesis de la relación entre su familia y el emblemático comercio. El comienzo tuvo mucho de fortuito, la razón principal que lo llevó a animarse a hacer un intento por comprar la llave de la “Rivadavia” es que él vivía a una cuadra.
«En esa época yo manejaba un taxi, y una vecina a la que yo alguna vez le había comentado que me gustaba la idea de tener una panadería, me dijo que estaba en venta. Entonces vine y les hice un ofrecimiento a Colombini y Rubio, los propietarios”. 
Así Ismael cerró trato y arrancó en el oficio. El negocio estaba funcionando y él se sumó como panadero también. “En seis meses ya hacía pan. Yo llegué a elaborarlo a mano, después vino la primera máquina”, recuerda. 
Y si de recuerdos se trata, a Ismael le empiezan a brotar distintas imágenes. “Hasta que llegó el asfalto esto era muy distinto. Acá, sobre Caseros, era un pantano directamente. Y no es como ahora que casi toda la gente viene en auto, ante todos venían caminando o en bicicleta con su bolsa a comprar el pan. Y se comía mucho más pan que ahora, era común que cada uno se llevara un kilo o un kilo y medio”, cuenta. 
“Nosotros los primeros cinco años hacíamos pan, galletas y facturas comunes. Una vez que pude comprar el edificio arrancamos con la confitería”, agrega. 
Eso ocurrió hace 45 años, al pasar a ser dueño de la esquina, Ismael apostó fuerte: lo que era “un rancho” lo transformó en un moderno local, puso piedras en la fachada, hizo las vidrieras, y un amplio salón de ventas. 
Entonces, la reinauguración de la “Rivadavia”, fue la presentación en sociedad del nuevo edificio y de las confituras.
“Fue fundamental para que me animara a ampliarme la incorporación de Angel Martínez, que era el maestro confitero de El Quijote. Me lo recomendó Sergio Garcimuño, me dijo que era joven pero que trabajaba muy bien. Y era verdad. Entró con 25 años y estuvo con nosotros hasta hace cuatro años, cuando se jubiló. Una persona de bien”, asegura Ismael sobre quien fue empleado de la “Rivadavia” durante 45 años y que pasa casi todos los días a saludar a los Guerrero.
 
El hijo
Cuando Ismael compró la panadería su hijo Horacio apenas tenía 5 años. Casi que se crió en el local. Y con el paso del tiempo le fue agarrando el gusto al oficio. “Ya de muy chico le gustaba ayudarme a poner la masa en la máquina. Era muy poco lo que hacía, pero estaba claro que le atraía. Cuando ya era un poco más grande, cada tanto me decía: ‘tenés mucho trabajo en la panadería, mañana no voy a ir a la escuela, me quedo a ayudarte’”, recuerda orgulloso el padre. 

Una de las satisfacciones que le ha dado la vida a Ismael es que su hijo Horacio haya seguido la actividad. Y esa linda sensación se potenció al ver que algunos de sus nietos forman parte del engranaje de la panadería

“El aprendió el oficio mejor que yo. Porque empezó de muy chico y porque vio las veces que yo me golpee”, agrega.
Como fecha formal de inicio de trabajo en la panadería, Horacio indica que fueron sus 13 años. Ahí oficializó que no quería seguir haciendo el secundario y se metió de lleno en el negocio. Y ya nunca lo dejó: desde 2001 es quien comanda los destinos de la “Rivadavia”. 
“Aprendí de todo, e hice de todo acá. Ahora ya me desligué de ciertas cosas porque no puedo estar en todos lados. Pero sigo viniendo todos los días, lo único que ya no madrugo tanto, en lugar de despertarme a las 4, arranco a las 6”, indica Horacio. 
“El de la panadería es un trabajo muy sacrificado porque, al menos nosotros, no cerramos nunca. Pero también tiene su lado bueno, como que siempre hay movimiento porque no se para por lluvia o por otras cosas, como pasa en otras actividades”, comenta.
Los Guerrero coinciden en marcar que la “Rivadavia” tiene una gran ventaja: su ubicación. “En esta esquina hay una panadería desde hace más de 100 años. Porque el horno es de 1907. Entonces, desde siempre, la gente sabe que en esta esquina se vende pan”, comenta Ismael. 
“Y el hecho de estar en el cruce de dos avenidas te asegura mucho movimiento. Este es un lugar muy transitado, y eso te ayuda a las ventas”, aporta Horacio. 
Imagen 3
Los nietos 
Una de las satisfacciones que le ha dado la vida a Ismael es que su hijo Horacio haya seguido la actividad. Y esa linda sensación se potenció al ver que algunos de sus nietos forman parte del engranaje de la panadería. En el mostrador, en la elaboración y en el reparto ya desde hace varios años está involucrada la tercera generación de los Guerrero. 
“¿El balance de estos 50 años? Con todo lo que te hemos contado está claro que es más que positivo”, asegura Ismael.
Y casi al mismo tiempo, padre e hijo, aclaran: “Poné que les mandamos un saludo a los clientes y a los proveedores, que siempre nos han dado una mano cuando hizo falta”.
“Me parece mentira que ya hayan pasado 50 años”, insiste Ismael antes del apretón de manos. 
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