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Tres Arroyos, VIERNES 29.03.2024
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Miranda

Por Raquel Poblet

Historia como la que voy a referir ahora hay miles. Más bien, creo que todos, o la gran mayoría, hemos pasado por una situación como ésta. Y, si no es uno el que la afrontó, fue un amigo, o un pariente cercano, o nuestros padres, o un abuelo o vecino. Es doloroso. A veces se puede evitar. Otras no.
En el tiempo en el que me voy a situar todo era difícil. Pero no menos difícil que ahora. Hay cosas que no han cambiado. La época, es la del final de la dictadura, o lo que parecía ser el final, aunque no lo supiéramos. Hubo algo parecido a una leve apertura. Se vieron políticos por la tele, se organizaron reuniones políticas, se armó un frente, se vieron los organismos de derechos humanos. Pero esto no hace mucho a la historia que voy a relatar. Era el año ’81 y la amiga de este cuento es de la secundaria. Se llamaba Miranda. Ese nombre no se usaba en chicas de mi edad, pero nos encantaba. Y era también el apellido de un actor muy conocido de la tele en blanco y negro.Yo volvía de un largo viaje por Europa y Miranda se aprestaba a entrar a la facultad con uno de esos cursos de ingreso durísimos, soportando largos programas memorísticos y enciclopédicos; exámenes imposibles y entrada con cupo. Cosas de la época. Ella lo afrontó y en ese período conoció a Felipe, su segundo novio y a todo un grupo de amigos con quienes se recibiría de licenciada en filosofía muchos años después. Un día, después de un mes de noviazgo, Miranda vino y me contó: 
– Lo hicimos. 
– ¡Ah! ¿Y te gustó? 
– Bueno, sí. No pensé que sería así. Felipe es suave, cariñoso. Fue también su primera vez. Sí, me gustó. 
El pudor clausuró la conversación. 
Unas semanas después tuvimos un diálogo parecido, así, lacónico y pudoroso, un diálogo rápido y práctico: 
– Sabés, no me viene. 
– ¿Qué? No puede ser. ¿Hace cuánto?
– Y, cinco días.
– ¿Y estás segura? ¿sabe Felipe? 
– No. Pero se lo voy a decir. 
– ¿Fuiste al médico? 
– No. Pero a mi obra social no puedo ir. Se pueden enterar mis viejos, mi hermana, mis tíos, no sé.
– Pero a lo mejor no estás. Fue tu primera vez. 
– Sí. Yo siento que estoy. Felipe no va a querer. El está con los “hermanos marianistas” 
– Ah, sí. Qué cosa extraña. Pero lo tiene que saber. Es buen pibe y tiene que ayudarnos a juntar la guita.
– No va a querer. 
– No importa. Vamos a mi ginecólogo. Es buena onda. No le va a decir a nadie. – 
– Le pedimos una consulta particular. Dale, lo llamo. Yo te presto guita. 
– Yo tengo algo. 
Al día siguiente nos apersonamos las dos a las cinco de la tarde, en el consultorio del barrio de Belgrano. Ella entró sola a la consulta. Yo la esperé. 
– El médico me dijo que sí. Que lo veía muy probable. Me palpó. Me dio una orden de análisis de orina y sangre. Me los puedo hacer en un hospital. 
– Vamos, a tu obra, Miri, no seas tonta, no va a pasar nada.
– ¿Estás loca? Si se enteran mis viejos me matan. No. 
Y se sucedieron días difíciles. Horribles. No sabíamos pero sabíamos. Felipe entró en un hondo pesar de arrepentimiento y reflexión de no sé qué cuestión de creencia. Todo en secreto absoluto. Que no se nos notara. Que no se nos escapara algo en un gesto. En esos años no había Eva test. Nos costó mucho hacer el análisis. En un hospital nos llegaron a pedir una botella de un litro llena de pis. Miranda la llenó y la escondí yo en mi placard, bien adentro. No fuera que la viera mi mamá. Mi mamá era comprensiva. Hubiera reaccionado bien. Nos hubiera ayudado. Pero yo era leal a Miranda y escondí todo. Llegó el día de saber el resultado. No entendimos. Fuimos al médico. Felipe nos acompañó. El doctor nos dijo que sí pero que él no hacía. Y no nos cobró ninguna de las dos consultas. Una vez en la calle, los tres, me acuerdo, quedamos en suspenso. ¿Cuál sería el próximo paso? A mis viejos, ni en pedo, a los de Felipe, menos. Los míos son buenos, pero no, preguntemos.
– Ya sé a quién le puedo preguntar. Tengo una amiga del partido. No tiene teléfono. Tengo que ir a su casa. Vive en Once. 
– Nos va a salir un huevo. Dijo Miranda. 
– Juntamos la guita. 
– Yo también pongo, por supuesto. Dijo Felipe mucho más resuelto. 
Los dejé solos y me tomé el ’68 rumbo a lo de mi otra amiga, Marcela. La encontré. Ella buscó el número en unas agendas viejas, yo hice unos mates y me quedé en su casa hasta la noche. Me habló del médico. Tenía su consultorio en Caballito, te pedía los estudios, no anotaba ni grababa. Llamaba a una enfermera que era muy parecida a él en el trato y en la edad. Ella te daba un camisolín, te acostaba, te hacía unos masajes en el cuello y te ponía una inyección en el brazo…. “Y después, no sé·, me dijo Marcela. “Después te despertás y te ayudan los dos a sentarte en la camilla. La mujer te ayuda a vestirte, a pararte y te lleva hasta el hall. Ella estuvo todo el tiempo. Al médico no lo vi más. Alguien te tiene que acompañar, porque quedás boleada hasta todo el otro día. Ojo. Que Miranda se quede todo el día en la cama.” 
Le pasé los datos a Miri. Ella pidió el turno. Lo hizo desde el teléfono de mi casa por temor a que la madre sospechara. La mía nos vio. Nos vio hablar y cuchichear, pero fue muy discreta. Quedamos para el día siguiente a las once de la mañana con los análisis y la plata. Arreglamos con Felipe que él iría a la puerta y yo pasaría a buscar a Miranda que vivía muy cerca. Desde Palermo temaríamos el 141 y Felipe desde Mataderos, el 2. No teníamos que pensar. Ese fue el pacto que hicimos entre los tres. Esa noche debíamos dormir. 
A la mañana siguiente, pasé a buscar a Miri, que, me había olvidado, estaba en ayunas. Llegamos a lo del médico. Era un edificio de tres pisos, como esos que ahora demuelen. Subimos las escaleras. Mi amiga se puso firme, estoica y bastante agresiva con Felipe. Nos abrió la puerta la enfermera de guardapolvo y pelo recogido. Era una enfermera clásica. 
– ¿Quién es la paciente? 
– Yo. Contestó Miranda.
– Espérennos aquí.
Y nos sentamos en el hall. No había pacientes antes que nosotros. Sería el día de la semana que el médico emplearía para eso. Había sillas y revistas. Una ventana a la calle. A los pocos minutos salió el médico. Nos saludó. Era una persona de estatura media y de mediana edad. Llevaba un delantal celeste. Quise observarlo lo más posible. Felipe también. En realidad, quisimos absorberlo con la mirada para conocerlo bien y reconocerlo en algún futuro casual. El hombre fue amable, nos inspiró confianza. Le entregábamos a Miranda, que era lo que más queríamos. La dejábamos en sus manos. En unas manos que se habían llevado todos nuestros ahorros, el dinero que yo había juntado para viajar por Latinoamérica a los veinte, un dinero grande de Felipe que é quería para poder alquilar su primer casa en Mataderos, cerca de la de sus viejos, con Miranda, quizá. Y también se llevaba tres sueldos que mi amiga había guardado en su casa en una caja. Sueldos del trabajo diario en el negocio de sus padres. Y en dólares. Eso sí. En tiempos inflacionarios todo se troca al verde, y el médico nos pidió la suma en verdes. Y así se la entregamos.

Las paredes del hall eran de granito, muy de la época. Doy este detalle porque con Felipe no hablamos de nada. Los dos nos quedamos con la vista fija en los puntitos. No sé si fue larga o corta la espera. Miranda salió caminando muy despacio, muy mareada, con la ayuda de la enfermera y del médico que nos dio una receta de antibiótico y la orden de reposo. Bajamos las malditas escaleras sosteniéndola, y así caminamos una cuadra y media hasta la parada. Nos sentamos los tres en el asiento de atrás. No sé qué imprudencia juvenil nos hizo elegir el bondi en lugar de un taxi. Saltaba demasiado. Miri iba entredormida. Había pocos pasajeros. Vi una manchita de sangre en los vaqueros de ella. Le habrán puesto algodones, pensé. No sé qué pensé. 
El viaje hasta Mataderos se hizo largo. Miranda empezó a gotear. Y estaba casi dormida. Felipe se asustó. Los dos teníamos miedo. Miedo a que nos vieran los demás pasajeros. “En mi casa nos va a haber nadie. Están todos en Mar del Plata”, aseguró Felipe. Y las gotas rojas se fueron también al costado del pantalón. Llegamos a la parada y fuimos hasta la casa. Ella caminaba sin saber lo que pasaba. 
Entramos al hogar de Felipe. Era grande, una casa típica de ese barrio, linda, con boiserie, vidrios esmerilados, amplia. Los tres pudimos avanzar sin obstáculos. Acostamos a mi amiga en la cama de él. “Traé unas toallas”, le pedí. Demoró pero las trajo. Miranda se despertó un poco y se levantó para ir al baño. “Yo tengo modess”. Felipe estaba azorado, quería ir con ella al baño. “¡No vengas!” Lo frenó
– ¿Estás bien, Miri? Le pregunté desde la puerta.
– Sí. Pero me quiero acostar. 
 Y volvió sola, se tumbó en la cama y se durmió. 
Nos fuimos a la cocina y Felipe hizo unos sándwiches. ¿Cómo sería el sueño de Miri? ¿No tendría hambre? ¿Cuánto duraba la anestesia? Felipe los hizo de salame y queso, de pan francés. Y pusimos la tele. En esa época, a la tarde, pasaban telenovelas y programas de amas de casa. Nos aburrimos, pagamos y pusimos un disco de Caetano. Después cambiamos por unos de Zeppelin y él hizo unos panes con leverburst. Todo bien mezclado en nuestros estómagos juveniles. Charlamos un montón. Felipe me contó que estaba en un grupo medio religioso, que sus padres eran buenos pero nunca sabrían esto. Charlamos de mil cosas con Robert Plant de fondo. Nuestras mentes juveniles se habían olvidado del tiempo. De pronto Felipe me dice;
– ¿Y si le llevamos unos sándwiches en una bandeja? 
– Dale. ¡Uy! Mirá el reloj. Pasaron dos horas. 
Armamos una bandeja. Yo exprimí unas naranjas, pusimos una servilleta de papel y fuimos a la habitación. Le golpeamos. Hicimos un silencio. Nos tragamos un poco la risa, queríamos oírla dormir. Golpeamos de vuelta. Estaría muy dormida. Pulsé el picaporte. Felipe entró. Lo tuve que sostener. Casi tira la bandeja. Había un zafarrancho de sangre en la cama, en las frazadas. Miranda tenía los pantalones puestos. ¿Cómo se llama a una ambulancia? ¿Y si llamamos a los padres? Felipe le acarició la cara, le dio unos besos, ella pareció despertarse, abrió los ojos y los volvió a cerrar.
– ¿Y si llamamos a mi vieja? Mi teléfono ahora anda bien. Ella va a mandar una ambulancia. 
– El teléfono acá no anda -dijo Felipe-. Voy a lo del quiosquero. Siempre me lo presta. 
– No, a tu vieja, no. -dijo de repente Miranda, los ojos entreabiertos, la voz muy grave y lenta.- Llamen a mi clínica. Está en mi agenda, en mi cartera. Que venga un médico. No importa… 
Y se adormeció. Felipe abrió la cartera, fue al kiosko, yo me quedé con ella. 
Quise levantarla, sacarle los pantalones, llevarla al baño, pero no se dejó. Quería dormir. Le ofrecí agua, pero sólo quería dormir. Y durmió. Y quién limpiaría esa cama. Y qué le diríamos a los padres de Felipe. Y ahora sabría el quiosquero y enseguida todo el barrio, y hasta Mataderos, mandar una ambulancia.
– Sí, hasta acá llega todo, por favor…-dijo Felipe-. El quiosquero me ayudó y preguntó poco. Ya viene. Dijeron que tuviéramos a la paciente lista. Le dije que estaba semidesmayada y con una hemorragia.
 Miranda estaba muy consciente. Abrió un poco los ojos y sonrió. Quise ponerle los zapatos y me dijo: “No hace falta” y volvió a adormecerse. No pusimos música. Yo creo que ella nos oía. Que oía también los latidos nuestros. Los minutos no pasaban. Seguía sangrando. Nos sentamos en la cama los dos, yo traté de limpiar con unas toallas que encontré, Felipe le agarró las manos, le dábamos besos en la frente. Llegaron las gotas al suelo. “Dejá” Dijo Felipe. “Yo lo limpio después. No va a pasar nada”.
– Hacéles una nota a tus padres, Felipe. Se van a asustar.
Por fin llegó. Entró un médico, un camillero y una enfermera que la desvistió y la limpió en un santiamén. Le puso un camisolín y un pantalón de hospital. La subieron a una camilla.
El barrio entero nos miraría. En esa casa tan esquinera, Buenos Aires, era más clara, más tranquila. El sol se empezaba a poner. 
Llegamos a la clínica antes de la noche. La sacaron, la entraron, la subieron, todo en un minuto. Los pacientes, los médicos, el hall, los enfermeros, el ascensor, todos eran estorbos efímeros. Se metieron con la camilla en una especie de quirófano y nosotros nos sentamos en un pasillo. Los minutos otra vez lentos, los corazones golpeaban. Felipe y yo nos sentíamos hermanos. Salió un médico y nos dijo: “La paciente está fuera de peligro. Fue una hemorragia. Tiene que hacer reposo y tomar un antibiótico. Está despierta.  
– ¿Podemos pasar? 
– Sí, por supuesto. La vamos a trasladar a una habitación. Hay que llamar a los padres. 
– Yo soy el novio. Felipe, enérgico. Y somos mayores de edad. 
– Sí, pero hay que llamarlos.  
Acordamos en llamar a mi mamá. El teléfono nos andaba bien. Pero me haría preguntas. Las madres siempre hacen preguntas molestas e indiscretas en medio de las urgencias. Y son insaciables. Igual, desde un teléfono que nos facilitaron la llamamos. Atendió a los tres tonos. Le expliqué algo, le dijo dónde estábamos, no le dije por qué. No me preguntó. Vendría enseguida. “No le digas a los padres de Miranda, por favor.”
Pero llegaron todos. Sí, todos, mi mamá, trayendo a los padres de Miranda, y, después, desde más atrás, se veían a los padres de Felipe. El corazón se nos paró de verdad. Yo me mareé. Creo que Felipe también. La madre de Miranda se me vino directo, se me acercó, yo la miré y ella me abrazó. Me abrigó muy fuerte. El papá entró en la sala quirófano. Ella también. Después se me vino mi mamá: “¿Por qué no me contaste antes? ¿Qué somos nosotros?” Los padres de Felipe también se nos acercaron. Hola, encantada. “¿Dónde está la chica? ¿Por qué no nos contaste? ¿Qué somos nosotros? ¿Unos monstruos?
– Por favor, Señora, entiéndanos, -dije yo-.
Los cinco adultos nos miraron y esa mirada me persigue hasta el día de hoy. Mi madre me pregunta y cuestiona si ella fue alguna vez, una de esas madres anticuadas y autoritarias. Yo le digo que no. Lo mismo le pasa a Miranda. Y les decimos a nuestros padres, ya grandes, ya muy mayores, que no, que los equivocados fuimos nosotros, que no les pedimos perdón porque lo resolvimos como pudimos. De los padres de Felipe no supimos porque la relación se cortó y se terminó. Sólo nos queda el recuerdo. Nos ayudó el dinero, los medios, la clase social, la amistad. Pronto nos ayudarán las leyes. 
Miranda quedó un día internada con su madre al lado toda la noche, la mía hubiera hecho lo mismo.
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